1 jul 2017

Entra por la escotilla de mi despacho un calor denso, gordo, apelmazado, como si fuese la puerta de un horno. Debería cerrarla, pero el rincón que tengo en mi casa para trabajar se encuentra en la buhardilla y no dispone de aire acondicionado, lo que me condenaría a derretirme sobre las teclas del ordenador. Así que escribo bajo un tejado recalentado, al ritmo adormecedor de las chicharras, que parecen no cansarse de frotar sus patas de violinista bajo un cielo metálico.

El resto de la casa está en penumbra: las persianas echadas, las habitaciones silenciosas y, a lo lejos, el zumbido de un ventilador. En la nevera hay una jarra de gazpacho enfriándose, como antiguamente —me lo relataba una mujer extremeña, era uno de los recuerdos de su infancia pobre—, cuando lo descolgaban por el pozo dentro de un pote de arcilla, para que se mantuviera fresco gracias a la negrura de esas aguas misteriosas a las que podían caer los niños que se atrevían a asomarse por el brocal.

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El bochorno en mi mesa de escritorio, el soniquete de las chicharras y la jarra de gazpacho son el banderazo de salida del verano, el campanazo que anuncia el final del colegio. Y con el final del cole, las montañas de papeles que hay que tirar, de libros de texto sin destino, cuando el destino habitual de esa clase de libros era la herencia: en mi casa estudiamos EGB, BUP y COU con manuales que traían el nombre de antiguos propietarios (hermanos, primos, amigos, hermanos de amigos…), quizás porque los conocimientos no eran tan volubles, quizás porque los libros no venían acompañados de audioguías, quizás porque no había interacciones informáticas ni conexiones con una pizarra electrónica (nuestra tecnología punta fue el encerado, la tiza y el borrador).

Mi mujer ha estirado los uniformes hasta el final de junio: ya no queda tela con la que descoser un nuevo dobladillo en los pantalones de los mayores, en la falda de las pequeñas. Y junto al fregadero los zapatos, socorridos mocasines que han aguantado nueve meses de carreras, patadas, saltos, partidos, bailes, charcos, barro, nuevas carreras y vuelos por el aire como si fuesen balones. Al mirarlos (ajados en las puntas, reventadas las lengüetas, gastado el tacón, cuarteada la piel, descosidos aquí y allá, me sale de dentro un agradecimiento para la fábrica que fue capaz de inventar un calzado tan duro, que ha aguantado la fuerza indómita de la infancia y la adolescencia desde el pasado mes de septiembre). Debería organizarles un homenaje, premiarlos con un indulto que les libre de la muerte segura en el cubo de la basura, pero en una familia numerosa caben pocos recursos a la lírica y se necesita espacio en los armarios.

Pocas personas están tan convencidas de lo positivo que tienen las vacaciones de verano, como yo. Proclamo que se trata del mejor periodo del año, el estado natural de las familias, que las fundamos para la expansión y no para enclaustrar a cada uno de sus miembros en una guardería, después en un colegio, más tarde en la universidad o en la escuela de formación profesional y, por último, en un rosario de oficinas, talleres, despachos, fábricas, etc. Lo nuestro —lo mío, lo de los míos, lo de todos ustedes– es la convivencia en un entorno amable, el descanso y el ocio compartido, el disfrute en medio de la Naturaleza, la independencia del reloj y los compromisos. Así me lo hizo ver una de mis hijas en el primer veraneo del que fue consciente: cuando cerramos el equipaje para regresar a Madrid y nos montamos en el coche, preguntó a dónde nos íbamos (daba por hecho que iniciábamos una nueva excursión). Sin extenderme, le respondí que volvíamos a casa. No sé cómo interpretó mis palabras, mas cuando horas después apareció frente a su ventanilla el portal de nuestra vivienda en la gran ciudad,  rompió a llorar y a gritar repetidamente: «¡A esta casa, no. Yo quiero la otra!».

No estoy tan loco para negar los beneficios que aportan el estudio y el trabajo, ni para renunciar a que mis hijos se preparen de la mejor manera. De hecho, me encanta mi trabajo, me siento afortunado de poder desempeñarlo y me enorgullece cada paso que dan los míos hacia el futuro. Pero el sentido común no obsta para que la llegada del verano me haga reafirmar que no hay nada tan dichoso como una familia en vacaciones.



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