Entra por la escotilla de mi despacho un calor denso, gordo, apelmazado,
como si fuese la puerta de un horno. Debería cerrarla, pero el rincón que tengo
en mi casa para trabajar se encuentra en la buhardilla y no dispone de aire
acondicionado, lo que me condenaría a derretirme sobre las teclas del ordenador.
Así que escribo bajo un tejado recalentado, al ritmo adormecedor de las
chicharras, que parecen no cansarse de frotar sus patas de violinista bajo un
cielo metálico.
El resto de la casa está en penumbra: las persianas echadas, las
habitaciones silenciosas y, a lo lejos, el zumbido de un ventilador. En la
nevera hay una jarra de gazpacho enfriándose, como antiguamente —me lo relataba
una mujer extremeña, era uno de los recuerdos de su infancia pobre—, cuando lo
descolgaban por el pozo dentro de un pote de arcilla, para que se mantuviera
fresco gracias a la negrura de esas aguas misteriosas a las que podían caer los
niños que se atrevían a asomarse por el brocal.
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El bochorno en mi mesa de escritorio, el soniquete de las chicharras y la
jarra de gazpacho son el banderazo de salida del verano, el campanazo que
anuncia el final del colegio. Y con el final del cole, las montañas de papeles
que hay que tirar, de libros de texto sin destino, cuando el destino habitual
de esa clase de libros era la herencia: en mi casa estudiamos EGB, BUP y COU
con manuales que traían el nombre de antiguos propietarios (hermanos, primos,
amigos, hermanos de amigos…), quizás porque los conocimientos no eran tan
volubles, quizás porque los libros no venían acompañados de audioguías, quizás
porque no había interacciones informáticas ni conexiones con una pizarra
electrónica (nuestra tecnología punta fue el encerado, la tiza y el borrador).
Mi mujer ha estirado los uniformes hasta el final de junio: ya no queda
tela con la que descoser un nuevo dobladillo en los pantalones de los mayores,
en la falda de las pequeñas. Y junto al fregadero los zapatos, socorridos
mocasines que han aguantado nueve meses de carreras, patadas, saltos, partidos,
bailes, charcos, barro, nuevas carreras y vuelos por el aire como si fuesen balones.
Al mirarlos (ajados en las puntas, reventadas las lengüetas, gastado el tacón,
cuarteada la piel, descosidos aquí y allá, me sale de dentro un agradecimiento
para la fábrica que fue capaz de inventar un calzado tan duro, que ha aguantado
la fuerza indómita de la infancia y la adolescencia desde el pasado mes de
septiembre). Debería organizarles un homenaje, premiarlos con un indulto que
les libre de la muerte segura en el cubo de la basura, pero en una familia
numerosa caben pocos recursos a la lírica y se necesita espacio en los armarios.
Pocas personas están tan convencidas de lo positivo que tienen las
vacaciones de verano, como yo. Proclamo que se trata del mejor periodo del año,
el estado natural de las familias, que las fundamos para la expansión y no para
enclaustrar a cada uno de sus miembros en una guardería, después en un colegio,
más tarde en la universidad o en la escuela de formación profesional y, por
último, en un rosario de oficinas, talleres, despachos, fábricas, etc. Lo
nuestro —lo mío, lo de los míos, lo de todos ustedes– es la convivencia en un
entorno amable, el descanso y el ocio compartido, el disfrute en medio de la
Naturaleza, la independencia del reloj y los compromisos. Así me lo hizo ver una
de mis hijas en el primer veraneo del que fue consciente: cuando cerramos el
equipaje para regresar a Madrid y nos montamos en el coche, preguntó a dónde
nos íbamos (daba por hecho que iniciábamos una nueva excursión). Sin
extenderme, le respondí que volvíamos a casa. No sé cómo interpretó mis
palabras, mas cuando horas después apareció frente a su ventanilla el portal de
nuestra vivienda en la gran ciudad,
rompió a llorar y a gritar repetidamente: «¡A esta casa, no. Yo
quiero la otra!».
No estoy tan loco para negar los beneficios que aportan el estudio y el
trabajo, ni para renunciar a que mis hijos se preparen de la mejor manera. De
hecho, me encanta mi trabajo, me siento afortunado de poder desempeñarlo y me
enorgullece cada paso que dan los míos hacia el futuro. Pero el sentido común
no obsta para que la llegada del verano me haga reafirmar que no hay nada tan
dichoso como una familia en vacaciones.
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