Estaba poniendo todo su esmero en preparar aquel escaparate. Los demás comercios de la calle quedarían velados por un manto de mediocridad ante la elegante explosión de colores y formas que ocuparían aquellos metros cuadrados protegidos por un grueso cristal blindado. Aunque afuera todo continuara siendo gris, parecería que la vida se concentraba en el interior de aquel expositor gracias a la estratégica colocación de unos focos que exhalaban una cegadora fuente de luz, a la ubicación calculada de unos muebles provenzales y a los maniquíes que iban a lucir las mejores piezas de la última colección.
Aquella composición resaltaría gracias a unas piezas de seda salvaje que había comprado en Bombay. Los tintes exóticos cautivarían las miradas cansinas de los transeúntes que vuelven a casa después de una jornada extenuante en la oficina, el taller, el hospital, el colegio, el laboratorio…, induciéndoles a posar los ojos en su ropa nueva, distinguida, exclusiva y cara, y a gastar los cuartos, incluso cuando la crisis aprieta. Porque aquel escaparate iba a estar dotado de magia: sabría arrancar los billetes de las carteras ajenas, provocaría una suerte de tentación colectiva. Gracias al modo de mostrar los productos textiles de su tienda, las ventas iban a multiplicarse hasta convertir aquella Navidad en un hito. Los billetes de dos ceros caerían en la caja como los copos de nieve artificial con los que había comenzado a sembrar la tarima. Era un producto importado de Londres que imitaba a la perfección el brillo azul de un manto escarchado, otro guiño que convencería a los curiosos de que en aquel local sólo se vendía lujo, carisma y exclusividad.