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4 jul 2003

Todos necesitamos unas coordenadas espaciales y temporales para sentirnos seguros en la vida. Pertenecemos al tiempo, quién lo duda, y sólo una insaciable curiosidad por este mundo en cambio hace posible que el corazón no envejezca. También pertenecemos al espacio, a un lugar concreto que no tiene por qué coincidir con aquel en el que nacimos. Algunos prefieren el sitio en el que desarrollaron los años más importantes de su existir, o aquel que les evoca los recuerdos más entrañables. Mi identidad no me la regaló el registro en el que inscribieron mi nacimiento, sino los rincones en los que aprendí a saborear la vida: las tierras altas de Kenia, los paisajes umbríos del norte de España, el mar de acero... Necesito el regreso, recuperar mis huellas tras los meses de asfalto, pues allí siento con mayor avidez la alegría de estar vivo. A la medida en que me hago mayor, la raigambre se ha convertido en una necesidad: saber quién soy y de dónde vengo.

Nuestros mayores nos han regalado un mundo pleno de bienestar. Gracias a su esfuerzo, mi generación no ha experimentado la guerra ni el hambre, así que no nos hemos visto obligados a construir sobre la nada, sino a seguir poniendo piezas en un puzzle empezado. La mayoría de nosotros desconoce las asperezas del campo, al que contemplamos como una postal idílica. Lo nuestro es la ciudad, grandes urbes donde lo común es la mezcolanza de gente llegada de los cuatro puntos cardinales. No nos asustan las aglomeraciones ni los atascos, como si entre los bocinazos nos sintiésemos ciudadanos del mundo.
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