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25 may 2012

Cada vez que abro el correo electrónico, la bandeja de entrada se me puebla con mensajes de personas que quieren ser mis amigas. Sí, entiendo que lo dicho suena como a conversación de parvulario, cuando un pequeñajo se acerca a otro con carita de cordero degollado para rogarle su cariño.

No exagero al insistir que el aluvión de mensajes de amistad es cierto, y eso que yo no los he solicitado. No en vano, Internet ofrece a diestro y siniestro todo tipo de relaciones interpersonales, unas más decentes que otras, a las que mucha gente se entrega con la candidez a la que sólo puede empujar la soledad de este mundo en bullicio o el anonimato que ofrece el parapeto del teclado. En todo caso, no deja de llamarme la atención que algo tan cálido como la amistad (los amigos forman la familia que escogemos entre los que no son de nuestra sangre) utilice medios tan fríos y poco contrastables como los portales informáticos.

13 abr 2012

Cuánto me divertía acudir al nido de la maternidad en la que nacieron mis hijos. Allí me detenía a observar el rostro de los padres primerizos, de los tíos y de los abuelos que trataban de identificar al que era sangre de su sangre entre los mansos huéspedes de los capazos, todos tan bebés, todos tan maravillosos a pesar de la objetiva fealdad de las primeras semanas en la vida de algunos niños. Yo también, por supuesto, era buscador de hermosura a través del cristal y el corazón se me derretía mientras paseaba la mirada de cuna en cuna hasta llegar a mi hijo (al que distinguía por un cartel con su nombre), ante el que me embelesaba convencido de que no existía recién nacido más guapo ni más tierno, sentimiento de posesión desbocada que volvió a manifestarse en los primeros días de guardería y, un poco más tarde, al comienzo del colegio, a pesar de que costaba identificarlos entre tanto pequeño uniformado. En el mimetismo escolar no había otro niño como mi hijo, como nuestro hijo, como nuestra hija…, que concentraban toda la pureza de la infancia en la sencillez de su mirada azul. Pero la vida pasa tan deprisa que, apenas en un pestañeo, estrenan preadolescencia, esa etapa en la que el físico traiciona al espíritu de los chavales de doce a catorce años: aunque su fachada siga requiriéndonos para llenarlos de besos, el interior ya no esconde al bebé sonrosado. Se zafan de nuestros mimos y exigen -con palabras, gestos y silencios- su propio espacio vital. La preadolescencia es un aperitivo frente a la etapa más extraña de la vida. En niños y niñas brota la conciencia de la individualidad, el deseo de sentirse mayores al tiempo que no se atreven a dar un paso sin la aquiescencia de la tribu, que para ellos no es precisamente la familia sino un conglomerado de amigos, compañeros y conocidos que coartan muchas de sus decisiones e imponen un modo de hablar, de vestir, de divertirse y hasta de pensar que los padres no entendemos.

4 dic 2011

Hay historias que ennoblecen al género humano, por más que sus protagonistas tengan nombre propio y su vivencia quede circunscrita a un ámbito de intimidad. Es el caso de una amiga que entiende la maternidad como una auténtica vocación, es decir, como la llamada de su propia naturaleza para desdoblarse cuantas veces sea menester en el cuidado, crianza y educación de los hijos. Después de un primer parto que le puso al borde de la muerte, el médico le dejó caer que debía conformarse con aquel pequeño (todo un tesoro). Pero ella, apenas se recuperó, no tardó en convencer a su marido de que tenían mucho amor que dar a los niños que no disfrutan de un hogar. Entonces dieron comienzo a un largísimo y tortuoso proceso de adopción.

Una tras otra, fueron pasando las pruebas de idoneidad exigidas por las autoridades competentes de su Comunidad Autónoma y por el gobierno de China. Más de un año después, recibieron una carta. Se les conminaba a trasladarse a determinada localidad amarilla, en la que se encuentra el orfanato donde vivía la pequeña que les habían adjudicado. Les enviaron también una fotografía de la protagonista, que con sus ojitos rasgados, desde aquel papel de colores, parecía gritarles su urgente necesidad de una mamá y un papá. Mi amiga me confesó que, desde el mismo instante en el que contempló aquel rostro impreso, se formó una ligazón indestructible a pesar de que, por la distancia, aún no había tenido ocasión de conocerla.

3 sept 2010

Me gusta el papel de George Clooney en “Up in the air”, película en la que interpreta a un hombre de negocios que sobrevuela una y otra vez los Estados Unidos con el encargo de despedir a los empleados de las compañías que recurren a su desagradable servicio. El reto de acumular millas aéreas logra que el elegantísimo actor supere lo patético de su puesto, demoler las esperanzas del trabajador con el huracán del despido, hasta deshumanizar uno de los momentos en los que hombres y mujeres nos sentimos más débiles y desamparados. Clooney, con sus gestos repletos de ironía, anhela convertirse en el emperador de los cielos, en el único pasajero que surque los océanos de nubes con la plenitud de haber rebasado todos los records de estancia en el aire, una memez de toda ley, con la que el director de la película nos va mostrando las costumbres del personaje en los incontables aeropuertos que pisa. Entre todas ellas, me hizo mucha gracia su manera de pasar los arcos de seguridad. Ryan Bingham, al que Clooney interpreta, viste siempre un cómodo traje al que puede soltar el cinturón sin problemas, unos zapatos sin un solo gramo de metal y un reloj que se desabrocha con habilidad al tiempo que avanza por los pasillos de la terminal de turno. Para apurar los minutos, siempre escoge aquella fila en la que hay más orientales –los asiáticos forman parte del público de casi todos los aeropuertos del mundo-, ya que los pasajeros de esta raza se caracterizan por su pragmatismo a la hora de subir a un avión, haciendo mucho más sencillo y rápido la demora bajo los detectores.

6 feb 2010

Debería estamparse una serie de t-shirts con el lema: “Muéstrame tu armario y te diré quién eres”. Y en el lugar de “tu armario” podríamos poner “tu mesa de trabajo”, “la cajonera de tu despacho”, “el trastero de tu casa” o cualquier otro lugar destinado a guardar cosas, que lo mismo da. La clave es ese rincón en el que los hombres volvemos a la osera para acumular desechos sin orden ni concierto. Aunque las esposas pongan gesto de rabia al enumerar la gravedad de nuestro vicio, es recomendable que el varón mantenga un cubil por el que pueda ser recriminado, una esquina –la menos importante del hogar- en la que amontone sus trastos para que lleguen, muy de cuando en cuando, las manos femeninas a poner cada cosa en su sitio al tiempo que se escucha la sempiterna salmodia de lo poco cuidadoso que es uno con sus pertenencias.

El matrimonio necesita algunos momentos de desahogo por cosas pequeñas que, de pronto, agrandamos. No todo van a ser guiños y caricias, que las relaciones humanas precisan también de la electricidad de una discusión que pueda justificar, más tarde, un simulado arrepentimiento ante un defecto que ni se puede ni se desea evitar.

2 oct 2009

Nuestra sociedad no hubiera sido la misma sin las chicas de servicio. Pocos países como España han disfrutado de esta ayuda en los hogares y han convertido a sus protagonistas en prolongación casi natural de la familia. Las cosas han cambiado, lo sé. Hoy el servicio doméstico es un lujo que cuesta mantener casi con la totalidad del sueldo de uno de los miembros del matrimonio. Lujo del que muchos hogares se han visto obligados a prescindir por culpa de la crisis. Además, aquellos rostros otrora de provincias y provistos de la sabiduría natural del pueblo se han transmutado por los rasgos ecuatoriales y orientales de algunas mujeres que han llegado desde el otro lado del globo o desde los países fríos del Norte, mujeres valientes, sin duda, pero con las que cuesta forjar aquellos mismos lazos de lealtad.

3 abr 2009

No me hace falta asomarme a la ventana para saber que ha llegado la primavera. Es suficiente el cosquilleo persistente que me domina la pituitaria, que comienza a destilar un agua salobre que me acompañará, irremisiblemente, hasta las calendas de junio y cubrirá mi capacidad odorífera durante algunas semanas, en una juerga de rinitis, lloriqueo, estornudos, garganta rasposa y la sensación de tener la cabeza dentro de un tambor. Soy alérgico, como el cuarenta por ciento de los españoles, que si hemos elevado el percentil de altura hasta alcanzar metas históricas -rompiendo el tópico de que somos bajitos y morenos-, al mismo tiempo nos hemos entregado a una hipersensibilidad enfermiza frente a pólenes, alimentos, ácaros, rayos solares, mascotas, productos de limpieza y tejidos.

Las alergias primaverales despiertan enorme irritabilidad en quienes las padecen. Al menos, mi humor baja hasta los sótanos durante estos días en los que me desollo la nariz de tanto sonármela al tiempo que la cefalea parece gozarse con toda suerte de presiones y golpes, si bien desde que conocí la tragedia de Elvira Roda, una valenciana que carga el síndrome de Sensibilidad Química Múltiple -una extrañísima reacción que le obliga a vivir dentro de una burbuja, ajena al contacto no sólo con las cosas que nos hacen la vida más fácil sino con la gente que le quiere-, me he convencido de que no tengo derecho a quejarme. Lo mío se resuelve con paciencia y la compañía de un paquete de pañuelos de celulosa. Lo de Elvira es distinto, ya que no sabe qué componente químico de nuestra rutina puede, incluso, acabar con su vida.

Dejando a un lado estas dolorosas singularidades, me gustaría hacer un guiño a otro tipo de alergias, esas que sin estar catalogadas padecemos todos los mortales. Por ejemplo, abundan los alérgicos al trabajo y no sólo en el planeta funcionarial. De hecho, en la administración hay auténticos profesionales, reyes en el proceloso ámbito de la burocracia. Me refiero, por tanto, a ese compañero de oficina que sabe driblar con maestría las tareas más comprometidas o aquellas otras que, por repetitivas, despiertan un natural rechazo. Te levantas a la máquina del café y te lo encuentras con un expresso en la mano, en animada charla con una de las simpáticas recepcionistas. Cuando, media hora después, instalado desde hace un rato en tu puesto, descubres que te has olvidado el bolígrafo y regresas a la citada máquina, ahí sigue el muchacho, esta vez departiendo con el de seguridad acerca del nuevo fichaje de cualquier equipo de fútbol.

También hay alérgicos a la vida sana. Son los que se fuman la vida cigarro a cigarro, incluso en la cama. Los dientes y los dedos se les han amarilleado, e incluso en sus ojos se adivina el poso de la nicotina. Cada mañana, pobrecitos, acuden puntuales a la cita con el estanco. Aunque entre este tipo de alérgicos debo incluir también a los adictos al gimnasio y a la ensalada, especialmente si ésta la adquieren empaquetada en una caja transparente de PVC, con la salsa aparte. Y no es que el gimnasio y la verdura me parezcan mal, pero si se convierten en un leitmotiv terminan por adormilar las neuronas.

La peor de las alergias es la que provoca el desinterés por los que te rodean. Hay varios tipos, desde aquella que invita a no abandonar el puesto de trabajo por convertirlo en una finalidad y no en un medio de vida, hasta la que impone a los empleados la tiranía de dedicar más tiempo al ordenador que a sus respectivas familias. También existen los alérgicos al tiempo, que sufren por la aparición de las canas y pretenden borrar las huellas de la vida con botox, siliconas, photoshops y estiramientos imposibles, arrasando la hermosa consecuencia del latido del corazón.

Muchos nos reconocemos alérgicos a los oportunistas, a los que no permiten que hablen los demás, a los que dividen el mundo entre buenos y malos, a los que tiñen de política hasta el disfrute de la amistad, a quienes maltratan a las mujeres y a los niños, a los que huyen del silencio, a los adictos a las marcas, a quienes desprecian la vida de los más débiles, a los que ensucian el campo, a los que no se saben divertir sin gastar, a los que aporrean de continuo la bocina, a quienes nunca te miran a los ojos… En el fondo, puede que esta vida sea una suerte de colección de alergias, unas más llevaderas que otras, y que sólo el estornudo, un estornudo atronador, nos alivie frente todos aquellos que nos sugieren un molesto picor de piel.

5 sept 2008

No sé qué me ha desaparecido antes, si el moreno de agosto o el último billete de la cartera. Cuando cambiamos la peseta por los euros, hace ya algunos años, noté que la nueva moneda tiene una predisposición incontrolable a desaparecer. Uno va al cajero automático, saca cuarenta euros (dos billetes planchaditos y azules, otrora un pellizquito con el que tirar durante unos días), y en un visto y no visto descubre que han volado no se sabe cómo, dejando de recuerdo unas monedas de cobre que ni siquiera desean los mendigos. El caso es que estoy blanco y sin blanca, que para el caso es lo mismo al observar la que está cayendo. No hemos saldado las deudas de las vacaciones y la crisis truena con el ímpetu de un tifón tropical que pretende llevarse todo por delante.

Cuando escucho las noticias mañaneras de la radio (con sus cifras de parados, el aumento de los precios, las suspensiones de pagos…) me entran ganas de volver el tiempo hacia atrás, regresar a agosto para no volver a salir del asueto y la playa. Es una cobardía, lo reconozco, pero también reconozco la hipoteca, la mensualidad del colegio de mis hijos, cada depósito de gasolina y hasta el precio de los fideos, que se han puesto por las nubes. Tal vez olvide que el hombre lleva impreso el espíritu de superación y que es en estas situaciones de apariencia catastrófica cuando debemos echar los restos y demostrar lo que significa vivir en sociedad. En este sentido, detrás de cada cifra de desempleo tendríamos que adivinar no una fría estadística que hunde la curva en el piso del vecino de abajo sino a las familias que sufren las consecuencias del despido.

2 may 2008

De manera sibilina, con alevosía y utilizando las infinitas posibilidades que ofrecen los medios de comunicación, los enemigos de las estructuras tradicionales de convivencia se frotan las manos ante el desaguisado que han provocado sus acciones en contra de la familia. El asunto viene de antiguo, pero en estos últimos años -y en España principalmente- ha dado pasos de gigante. Buena parte de quienes dominan el ámbito de las ideas (escritores, filósofos, políticos, periodistas) parece que se han dado la mano para arrastrar hasta el despeñadero a la escuela básica del amor, al núcleo fundamental para el desarrollo del ser humano, como si con la desaparición de la familia (por más que se empeñen en seguir utilizando el término, aliándolo a adjetivos con los que es imposible su unión) fueran a asegurarse la instauración de una arcadia feliz en la que la libertad del hombre no conoce límites ni ataduras (tampoco las paternofiliales), lejos de todo criterio ético y moral. Es entonces cuando se abre la puerta de la casuística de lo posible, desde el matrimonio entre personas del mismo sexo al niño a la carta, pasando por todos los tipos de uniones contranatura que cualquier Maquiavelo pudiera combinar.

5 oct 2007


Se ha convertido en comidilla de muchas reuniones charlar sobre fracasos matrimoniales. Los congregados bajan de repente el tono de voz, como si fueran comadres de pueblo, y anuncian la separación o el divorcio de fulanito y menganita, que ni siquiera han logrado superar unos pocos meses de convivencia desde la boda. Acto seguido, todos van mostrando su ristra de casos parecidos en busca del más estrambótico, de aquel que pueda dar por cierto que la unión para siempre pertenece a la cienciaficción, que de aquí a diez años estaremos todos desligados, rotos, buscando aventuras que compensen nuestro vacío emocional.

Las cifras cantan, es cierto. Hace casi treinta años los parlamentarios aprobaron el divorcio para solventar aquellos casos excepcionales en los que la vida en común no es posible al tiempo que florece la oportunidad de rehacerla junto a otra persona. Pero la excepción se convirtió en regla, favorecida por los gobiernos que han demonizado la conciliación, figura esencial para evitar el naufragio de tantas familias.

1 jun 2007

He cambiado el pincho de tortilla de media mañana por una manzana golden, redonda y aburrida. Lo reconozco: estoy empeñado en quitarme esos kilos de más que, a mis treinta y seis, se empeñan en rodearme la cintura.

Una vez que he colocado la manzana junto a mi ordenador, han comenzado a lloverme consejos de los compañeros de oficina. Aquí, quien menos ha probado el método de la alcachofa, el del vaso de agua caliente antes de cada comida, el régimen macrobiótico y hasta la ingesta de algas de río. Todo ello sazonado con cinco horas semanales de gimnasio, tres litros diarios de agua mineral y el firme propósito de concentrar los hidratos de carbono en una sola colación.

Al final concluyo que me deprime este culto desmedido a la figura, a un cuerpo de proporciones imposibles a medida que uno va cumpliendo años. Es el empeño de negar lo evidente: que el paso del tiempo nos ennoblece con distintas huellas, desde el cabello que se cae o pierde sus pigmentos, hasta las arrugas y el sobrepeso. Todas ellas son señales indiscutibles de que la fortuna nos brinda el regalo de los años.

Comprendo que una sociedad que no está obligada a luchar por conseguir alimento -en la que la historia del hambre se recuerda en blanco y negro-, dedique horas y dinero a disimular los ecos del buen vivir. Hay razones de salud y estéticas que aconsejan una alimentación más sana, el regreso a la fruta y la verdura junto al destierro del chuletón. Sin embargo, vislumbro una obsesión enfermiza respecto al cuidado de lo que entra por nuestra boca, una nueva patología que viene a sumarse a los numerosos desórdenes alimenticios que lastramos los países prósperos.

2 feb 2007

Todos los padres hemos pagado el pato de nuestra bisoñez. Durante nueve meses alimentamos la esperanza indiscutible del primer hijo, dale que te dale con la lectura de manuales, artículos y revistas especializadas en la crianza y educación del bebé. Algunas madres, incluso, se reservan unas horas para que el feto escuche a Mozart, los cascos directamente ubicados en la tripa, dispuestas a encauzar cuanto antes el misterioso mundo de los sentimientos de la criatura que llevan dentro, empeñadas en que su cabecita en formación se amolde cuanto antes al ámbito abstracto de la música, tan ligada a las matemáticas. Pero en ocasiones se nos olvida que la llegada de un niño al mundo, además del más precioso de los milagros (la madre Teresa de Calcuta decía que cada hijo es la prueba de que Dios sigue confiando en el ser humano), conlleva enormes sacrificios físicos, principalmente el del sueño robado. Hasta entonces los jóvenes matrimonios estábamos acostumbrados a descansar ocho horas seguidas; desde entonces, tardaremos muchos años en saber lo que significa una noche entregada ininterrumpidamente a los brazos de Morfeo, porque una vez que la criatura ha llegado a casa, hasta el plácido tiempo del descanso se torna en tiempo de cuidados. Nos sorprende durante la madrugada el poder de tan pequeños pulmones, capaces de sostener el llanto incluso cuando las infantes cuerdas vocales se reblandecen de tanto exigir comida, una nueva postura, unos brazos cálidos o quién sabe qué.

6 oct 2006

A los periódicos les gusta abrir portada, últimamente, con estadísticas. Y no digo que esté mal, porque bastan dos o tres datos al socaire para hacerse una idea de cualquier tema aunque, reconozcámoslo, es muy difícil resumir las complejidades de la vida en tantos por ciento. A la frialdad propia de las estadísticas hay que sumar su defecto de convertir en generalidad lo que, caso a caso, tiene tantos matices. Sin ir más lejos, dicen las encuestas que cada treinta segundos se rompe un matrimonio en Europa. Y las estadísticas aseguran que en España esa ruptura se verifica cada cuatro minutos, tiempo que se acorta y acorta desde que se aprobó el divorcio <<express>>.

Siempre he creído que una ruptura matrimonial es uno de los más duros golpes que pueden sufrir un hombre y una mujer. La unión definitiva de sus afectos e intereses se va al garete, despertando recelos, crispaciones y sospechas que se multiplican en los hijos. Pero los estudios demoscópicos no hacen mediciones del sufrimiento, encuesta que tal vez animaría a nuestros gobernantes a legislar a favor de la familia en vez se jugar a cocinitas con el proyecto de nuestra vida.

1 sept 2006

La escena es fácilmente reconocible: la televisión encendida y sobre la mesa del salón una bandeja con un plato de espaguetis tintados de tomate y un par de sanjacobos fríos. El que come solo es un chaval de trece años que repite menú por tercera vez en la misma semana. Apenas sabe nada de urbanidad: no se limpia los labios antes de dar un sorbo a su coca-cola y mastica con la boca abierta, pues le faltan referentes. Tiene un cuarto de hora para almorzar.

“Dime lo que comes y cómo lo comes, y te diré quién eres”, parece aseverar el último estudio del Observatorio de la Alimentación, un organismo vinculado a la Universidad de Barcelona que se ha detenido a analizar los hábitos alimenticios de la población española. Al leerlo me he quedado sobrecogido, pues estaba convencido de que la presencia –a veces excesiva- de los grandes chefs en los medios de comunicación, había servido para que la buena cocina llegara a todas las mesas y dejara de ser exclusiva de una élite que disfruta con el yantar. Dice el estudio que en todos los estratos de la sociedad nos alimentamos con gravísimas carencias, a pesar del esfuerzo de la industria del ramo por hacernos llegar el mensaje de que hoy comer sano es más fácil que nunca.Según los expertos de la Universidad de Barcelona, las prisas han dado al traste con el placer de disfrutar de alimentos elaborados según la sabia tradición de nuestras madres y abuelas, para dar paso al reino del plato semicocinado, en el que tres minutos de microondas suplen la antigua labor de hornos y fogones. El toque sabio de sal, aceite, vinagre y hierbas aromáticas, ha sido sustituido por una colección de letras y números que van y vuelven por nuestro organismo sin otro propósito que el de conservar el alimento en su aspecto y aroma homologados.

El centro de las grandes ciudades es un buen espejo para sacar conclusiones. Cada día florecen nuevos restaurantes, por más que almorzar fuera de casa contribuya a nuestro desorden alimenticio. Además, los parques se pueblan de ejecutivos que resuelven la comida más importante del día –según nuestra cultura- con una colación en la que tiene más importancia el envoltorio de los productos que su contenido.

Nuestros hijos vuelven a ser los más perjudicados en estas deficiencias nutritivas. Desde muy pequeños, pasan la mayor parte del día fuera, a expensas de las contratas con las que la mayoría de los colegios solucionan el compromiso de darles de comer. Otros almuerzan y meriendan en un hogar vacío, allí donde ambos progenitores trabajan. Ellos mismos se sirven directamente de la nevera, lejos de criterios de idoneidad. Frutas, pescados y verduras han sido desterrados de su menú, y reducen su dieta a alimentos fáciles, muchos de ellos adornados con el peso del marketing y sazonados con elementos perniciosos cuando su ingesta pasa a ser habitual. Según los expertos antes mencionados, son los menores quienes deciden la cesta de la compra. Su capricho condiciona los menús, determinando los hábitos alimenticios del resto de la familia.

6 may 2006

Desde la década de los setenta, las familias menguan. Hoy por hoy, España no sólo no garantiza el relevo generacional, sino que nos encontramos a la cola del mundo en cuanto a número de hijos. En pocos años, incluso recurriendo a los inmigrantes, nuestro suelo patrio se habrá convertido en un inmenso geriátrico, poniendo en serio peligro el sistema de pensiones y la viabilidad de nuestra economía.

Ha llegado el momento de buscar soluciones, pero para ello debemos echar la vista atrás y analizar las causas de este miedo social hacia la procreación, que en muchos lugares –sobre todo cuando es repetida- pasa de ser una bendición de Dios a considerase una locura e, incluso, una afrenta a la prudencia que dicta la cultura del bienestar.

Entre sus muchas causas, que podremos ahondar en sucesivos artículos, destaca el precio desorbitado de la vivienda. Si para adquirir una casa con sólo dos habitaciones es necesario hipotecarse hasta el carnet de identidad, se comprende la prevención de los jóvenes a la llegada de los niños, ya que si el primero es varón y la segunda chica –por poner un ejemplo-, no nos quedaría otra solución que habilitar el salón como dormitorio, bajar del techo del cuarto de baño una cama plegable o hacer del tendedero una “solución habitacional” como las que propone la ministra, en donde el tambor de la lavadora sirva también para echar una cabezada.

3 dic 2005

El matrimonio tiene sus crisis, ¿quién lo pone en duda? Hace unos días el mío, sin ir más lejos, pasó a través de serias turbulencias… No me asusta reconocerlo, en la vida no todo es del color de las rosas, existen también momentos amargos, en mi caso casi siempre propiciados por las manualidades caseras. Ya lo he contado en alguna ocasión aprovechando estas mismas páginas: la taladradora y un servidor no se entienden, por más que mi mujer se empeñe –de cuando en cuando- en no llamar al carpintero y animarme a colgar un cuadro o poner unas estanterías. Ella opina que es saludable quitarme los miedos ante las chapucillas caseras, así que compra ese tipo de carpintería menor en un conocido gran almacén en el que los muebles y complementos vienen casi construidos, con la única exigencia para el cliente de un breve montaje, especial para torpes. <<Esto lo monta un niño>>, aseguran los dependientes ante el artilugio perfectamente construido y rematado. <<Un niño tal vez>>, pienso al entregar la tarjeta de crédito a la cajera, <<pero yo no>>.

Mi santa, a pesar de los años que van pasando, erre que erre, no cae en la cuenta de que me adornan un montón de virtudes, mas no precisamente la agilidad de los “manitas”. A pesar de las apariencias, mi torpeza me impide incluso martillar un clavo sin que se doble o me golpee un dedo. Y por su bienintencionada insistencia, llegan nuestras crisis matrimoniales cuando la pared inmaculada queda ensartada de boquetes de los más variados perímetros, casi nunca en el lugar indicado por las instrucciones diseñadas para niños, por más que me haya afanado en medir distancias con todos los artilugios de la caja de herramientas.

8 oct 2005

La última vez que escribí un artículo sobre el aborto, me encontraba condicionado por las imágenes de la ecografía de mi hija Cristina, ahora una preciosa niña de seis meses. Por aquel entonces, cuando el ministerio de Sanidad publicó su estadística anual, las cifras hablaban de setenta y pico mil vidas sajadas. Y nuestra hija, de la quinta de todos aquellos niños, daba vueltas y revueltas con un corazón que latía ganas de vivir y crecer lo necesario para asomarse al mundo.

La ecografía es la mejor arma disuasoria contra la interrupción del embarazo. La técnica nos permite contemplar –ahora, incluso, en tres dimensiones- el ámbito delicado y milagroso en el que se fragua la vida. Lamento que no se modifique la ley para obligar a los centros públicos y privados a mostrar a sus pacientes qué es lo que van a quitarse de en medio, como cuando el médico te informa de tus males a través de una radiografía o de las turbias imágenes de un escáner. ¿Acaso alguien se sometería a una operación sin echar un vistazo a esas herramientas maravillosas? Entonces, que no se le prive a ninguna mujer del derecho a observar el feliz baño del feto en el útero materno.

2 jul 2005

A los novios que se acercan a la fecha de su boda, suelo advertirles del peligro de las discusiones que despiertan los detalles de la ceremonia y el posterior convite. En mi caso, a cuenta de un arco de flores en la puerta de la iglesia, estuvo a punto de arder Roma. Ella quería y yo no, porque mi presupuesto para el casorio lo tenía más que consumido. Otras veces la guerra se inicia por algo tan nimio como la elección del postre o la disposición de las mesas de los invitados, y más si la madre y la futura suegra enredan con comentarios sazonados de hiel. Así que cuando las cosas se ponen feas, lo mejor es tirar por la calle de en medio: dejar hacer y rogar para que el día de marras llegue lo antes posible.

En los anales de las bodas singulares se recogen todo tipo de anécdotas, algunas tristes como aquella en la que los invitados se dividieron como si se encontraran en un campo de batalla. El primer proyectil fue la peineta de la madrina. Después vino un zapato del consuegro. Más tarde, una pata de cordero y todo acabó con la botella de champán, que fue a estrellarse sobre la cabeza del celebrante, pobrecito mío, que nada tenía que ver con aquella refriega, un desahogo después de tantos meses de retos y enfrentamientos a causa del color de las invitaciones, de la marca de los puros y del detallito para los comensales.

2 abr 2005

En mi último año de colegio, recibí una sorprendente oferta que cambió mi rumbo profesional. Me refiero a la génesis de mi primera novela, “Desde un tren africano”, que vio la luz unos meses después, durante mi primer curso universitario. Todavía con el uniforme del cole, firmé un contrato por el que me comprometí a novelar unos diarios de viaje. Aquella sorprendente edición de mis aventuras en Africa no sólo me descubrió el mundo apasionante del libro, sino la fuerza de la palabra, que supera el paso del tiempo y consigue que cada lector recree, a su modo, el fruto de un trabajo lento, solitario y silencioso.

Aquel editor hizo una apuesta arriesgada: fiarse de un adolescente que aún no había madurado del todo. Me dio un voto de confianza y lo aproveché. A partir de entonces comencé a vivir esta profesión con una entrega que jamás antes había experimentado. Y al trabajo proceloso se unió también la fortuna, pues en mi vida se cruzaron publicaciones como TELVA, desde donde me asomo al mundo femenino –tan apasionante, tan complementario y tan distinto al mío– a través de una publicación mensual, el vehículo más inmediato para comunicarme con mis lectores.

5 mar 2005

Qué cortas se hacen las horas cuando somos novios. Hemos pasado la tarde recorriendo el barrio viejo –escaleras arriba, escaleras abajo–, deteniéndonos en los cafés, en las tiendas de los chamarileros, en el viaducto desde el que contemplamos el atardecer malva sobre los montes. Después nos hemos sentado en el velador de una cafetería y hemos hablado y hablado hasta gastar las palabras, aunque de novios las palabras no se gastan, se multiplican a medida que las pronunciamos, y entre una historieta y otra se nos escapan mil te quieros, mil promesas que deseamos llegue el tiempo de poder cumplirlas. Y después, cuando las farolas han prendido de brillos naranjas los callejones de los gatos, caminamos de la mano, caminamos abrazados entre los oficinistas, los borrachos, los basureros, las secretarias que regresan a sus casas. Nosotros no tenemos prisa. Somos novios. La ciudad es nuestra. Los adoquines del barrio viejo conocen el eco de nuestras pisadas y elevamos al vuelo –como si fueran cien mil mariposas– nuestras conversaciones regadas de carcajadas, de canciones, de susurros, de futuro, de felicidad...

“El tiempo pasa/ nos vamos poniendo viejos/ Yo el amor/ no lo reflejo como ayer...” canta Pablo Milanés ante la corrupción del amor, porque muchos creen que ese amor de ilusiones que glorificamos de novios no puede perdurar. Creen que las promesas del hombre y la mujer tienen un limite, que la eternidad en los sentimientos es imposible. Nuestra sociedad desprecia la fidelidad y, sin embargo, son muchos –tal vez mayoría– los matrimonios que no dejan apagar la llama que encendieron esas tardes de noviazgo en las que recorrían el barrio viejo de sus ciudades gritándole a las piedras lo mucho que se querían. Si esos amores resisten la corrupción del tiempo que se marcha..., ¿por qué el nuestro tiene que claudicar?
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