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1 dic 2014

No me gustan los tópicos acerca de la Navidad porque no me los creo. No son fechas de melancolía en las que uno debe encerrarse en el caparazón de las ausencias. Todos las tenemos –¿quién se libra de su baraja de pérdidas?-, ausencias que se mantienen y aumentan a lo largo del año, ausencias que nos dicen que nuestro corazón ha nacido para vivir junto a las personas con las que hemos disfrutado lo mejor de la vida. La Navidad no tiene por qué alzarlas como si fuesen muñecos de guiñol, salvo que durante el resto del tiempo no nos detengamos a recordarlas, a echarlas de menos.

La Navidad no es tiempo para las lágrimas. De hecho, ante la numerosa falta de los míos tiendo a pensar que existe una Navidad paralela en una dimensión mucho más intensa, en donde no hay dolor, en donde sólo existe la dicha, en donde todas las jornadas –por llamar de alguna manera al tiempo donde el tiempo no existe- son una fiesta, una mesa concurrida, una cascada de regalos, de dulces, de actuaciones para la familia, de juegos, de encuentros, de abrazos, de besos, de risas…

Tampoco la Navidad son esos días en los que inevitablemente tenemos que vernos las caras con aquellos familiares a los que no soportamos. Las fiestas de Navidad no se merecen que vayamos con los dientes apretados, macerando inquina, aguardando el instante en el que –después de unas copas de más- la lengua se atreva a escupir las fechorías que nos hemos hecho los unos a los otros. Porque si fuera verdad que no soportamos a aquellos a los que nos une la sangre, la historia (la pequeña historia de cada casa, de cada apellido), la elección personal de nuestros hermanos, primos o tíos… Porque si fuera verdad que no estamos dispuestos a perdonar (y a olvidar) el cenicero que alguien sustrajo de la testamentaría, la indiscreción, aquel comportamiento que estuvo de más o de menos, el problema será nuestro, no de la Navidad. La grandeza humana no conoce límites; la bajeza, por desgracia, tampoco.

No es la Navidad una fiesta exclusiva para los niños, salvo que nos hayamos empeñado en disfrazarnos de una gravedad que provoca risa o desprecio, que son los efectos del ridículo. Los niños la disfrutan, claro, y los adultos también cuando se atreven a rebuscar en el alma esa parcela que dejó olvidada la infancia para que –de cuando en cuando, también en Navidad- caigamos en la cuenta de que no somos tan importantes, ni tan imprescindibles, ni tan ocurrentes, ni tan inteligentes, ni tan guapos… Para que nos demos cuenta de que no pasa nada por quitarse la chaqueta y la corbata, por descalzarse y sentarse en el suelo a armar un Lego o un puzzle de una cursilísima imagen de la Blancanieves de Disney.

La Navidad es una fiesta maravillosa en la que podemos aprovechar el empujón de los buenos sentimientos para convertirlos en realidad para ser un poco mejores. Y es momento de encuentros familiares, camino de ida y vuelta a lo largo de la vida que nos hace comprender que fuimos engendrados en un maravilloso gesto de amor, que en ese amor crecimos, que en esa gratuidad soportaron nuestros berrinches y hasta cierto grado de maldad, que ese es el amor en el que muchos hemos engendrado a nuestros hijos, dispuestos a quererlos con gratuidad, con la misma gratuidad con la que soportamos sus berrinches y hasta sus ralladuras de maldad, confiados en que desde la familia tomarán impulso para ser felices y generar, a su vez, otros focos de amor.


No me gustan los tópicos acerca de la Navidad porque no me creo al que decide entristecerse, amargarse, enfurecerse a cuenta del capricho que marca el calendario, ni tampoco al que decide ser amable, alegre y generoso durante esas dos semanas. Sí creo en la Navidad que extiende su esperanza a lo largo del año, a lo largo de los años, a lo largo de la vida.

3 abr 2014

A veces pienso que la entronización de los personajes del “corazón” ha hecho mucho daño a la elegancia. Por su culpa –y por la de aquellos que les sirven de altavoz- buena parte de nuestro mundo cree que la elegancia es una cuestión de cantidad. Es decir, de disponer de un armario bien surtido. Basta contemplarles en los reportajes en los que “nos abren los salones de su casa” y no se contentan con mostrarnos la intimidad de las habitaciones en las que reciben a sus convidados, sino que enseguida nos conducen a su dormitorio, al closet atiborrado de prendas de marca y hasta al cuarto de baño. Y lo peor es que nos regalan titulares, entradillas y ladillos (siento esta terminología periodística) en los que se ufanan de su prestigio a la hora de vestir o decorar su vivienda, que tiene un marcado sello de estilista de El Corte Inglés.

Mis padres disponían, cada uno, de un armario de doble hoja. Eso sí, utilizaban los altillos para guardar en cajas las prendas de verano durante el invierno, de invierno durante las estaciones de buen tiempo. Eran, por tanto, un par de armarios tan limitados como los metros en los que habitábamos. Y mis padres eran elegantes, no porque fueran mis padres (una vez pasado el asombro de la infancia no creo en la exaltación del árbol genealógico) sino porque reconocían las prendas de calidad, ahorraban para comprárselas (se las compraban cuando buenamente podían permitírselo) y las cuidaban.

Mi padre presumía de su forma de mimar los zapatos. ¿Cuántos pares tenía? No lo recuerdo con certeza, aunque juraría que no más de seis. Eran mocasines y algún abotinado de ante, casi todos americanos e ingleses. Recuerdo, por ejemplo, sus Clarks, que compró en algún viaje a Londres cuando la capital del último imperio aún era un destino lejano. Nos confesaba que aportó aquellos Clarks al matrimonio y le vi limpiarlos con esmero, embetunarlos, dejarlos reposar para que la piel chupara la cera, sacarles brillo, ahormarlos y posarlos perfectamente alineados en el zapatero del citado armario. Y prometo que mi padre no era un hombre maniático. Es decir, que el cuidado con el que trataba la ropa y sus accesorios no se debía sólo a una virtud magnificada sino que respondía al convencimiento de que la elegancia no es sinónimo de abundancia sino de aprecio, aprecio en primer lugar a uno mismo –merecemos tratarnos bien, también en lo externo, dada nuestra infinita dignidad-, aprecio a los demás –que merecen percibir el respeto afectuoso con el que nos presentamos- y aprecio a los dones con los que hemos nacido, pues la elegancia es un regalo que recibimos sin que nadie nos pidiera permiso.

La elegancia es, siguiendo el ejemplo de mi padre, una responsabilidad porque no se queda en el buen vestir (piezas bien elaboradas con un material digno que resiste el paso del tiempo y de las modas). La elegancia compete a nuestra totalidad. Es un saber estar y un hablar correctamente, ajeno a la zafiedad. Es lo contrario a la ostentación y a la cursilería (ese actuar como pidiendo permiso, afectado y dulzón). La elegancia se muestra con los gestos, con los ademanes, con las continuadas muestras de buena educación. La elegancia es, al fin y al cabo, un modo de entender la vida, un empeño por ser hombre o mujer de una pieza, opuesto a aquellos personajes que abren sus vestidores a las cámaras para mostrar su infinita colección de jerséis.


Reivindico la elegancia en este impasse de dificultades económicas, ya que la sonrisa durante la tormenta, la compañía a quien lo pasa mal, saber escuchar, vivir con sobriedad y superar las heridas con esperanza son también algunas de sus manifestaciones. Si, además, hemos cuidado nuestro armario, seguro que no provocamos lástima.
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