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24 may 2019

Cargamos sobre la conciencia y las espaldas cuatro elecciones (nacionales para Congreso y Senado, autonómicas, municipales y europeas). Sabemos lo que esto supone: tarjeta censal en el buzón, propaganda de los partidos que se presentan también en el buzón y desplazamiento al colegio electoral de el «día D». No hago referencia a la cartelería urbana, a los mítines ni al grueso de la información y los espacios de cobertura en los medios públicos. Tampoco a las conversaciones de bar y a la sempiterna exaltación de aquellos amigos o conocidos que te bombardean el correo electrónico y el wasap con veinte mil razones para votar a quién o a cuál. Por eso voy a quedarme en dos asuntos concretos y cargados de gravedad: tanto el excesivo gasto en material publicitario como el asalto no autorizado a los datos personales de cada ciudadano con edad de cumplir.

Los partidos políticos diseñan para sus candidatos una suma de indicaciones sobre lo que deben decir y lo que deben callar. Las campañas son semanas (en este caso, meses) en las que cada uno de ellos (y de ellas, no nos vayan a tachar de no inclusivos, ¡pardiez!) presentan su cara más amable, en un constante arrobo que implica besar niños y abuelos (y abuelas; ahí queda el pico que se dieron Errejón y Carmena), soltar globos, marcarse un zumbeo de caderas y prometer y prometer y prometer… a costa de aquellos a quienes nos corresponde pagar sus ocurrencias.

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En cuatro elecciones el buzón del contribuyente estalla en sobres de publicidad electoral. Vote a Gundisalvo; vote a Gundisalva porque “¡Vamos!”, porque  ¡Puedes!, porque ¡No pasarán!, porque ¡Tú ganas!, porque , porque No, porque la madre que los… Si multiplicamos los treinta millones de electores, arriba o abajo, llamados a las urnas, por los siete partidos con mayor representación pública (en las Municipales caben otras muchas marcas, confluencias y abreviaturas) en cada una de las citas electorales, hablamos de la friolera de ochocientos cuarenta millones de envíos (con sus correspondientes sobres engomados, sellos, cartas del candidato, cuatricromías y papeletas en papel tintado), para que la mayor parte de todo ese derroche acabe en la basura. 

¿Cuántos árboles convertidos en celulosa? ¿Cuánto cloro y otros venenos para fabricar la tinta? ¿Cuánto dinero de todos para pagar ese juego casi inútil? 

Quisiera elegir mi papeleta sin la sensación de que estoy comprando una lavadora a plazos, sin el bombardeo de quien trata de venderme sus siglas como un viajante de crecepelo. Quisiera ejercer el derecho a voto sin que los responsables de salvaguardar mi intimidad regalen mis datos a quien no he dado permiso para colarse por debajo de la puerta de mi casa.

8 may 2019

Del anhelo de fiesta a la pre-Feria, de esos días que sí que no al Encendido, y de ahí a los Farolillos, epicentro de la alegría desbordada. Y de las luminarias de bombilla y cartón al lunes de Resaca, aunque sea una tradición perdida porque no hay bolsillo que aguante los precios del tendido y de la grada de la Maestranza, una plaza para ricos —¡una más!— de esta Fiesta desprotegida por los poderes públicos, los mismos que subvencionan con el dinero de todos a las asociaciones más alternativas, a las más sinsentido, a las más vacías de socios y actividad, porque resulta que los toros son un capricho —ahora que Pablo Casado se ha visto obligado a recoger velas— de la extrema derecha, según corean los prebostes con ira, es decir, un capricho de esos ricos feriantes —olé con olé y olé la demagogia—, porque no quieren reconocer que sobre las almohadillas se asientan los traseros de un pueblo que vota todas las alternativas políticas, de un pueblo que no vota y hasta de un pueblo que le trae al pairo eso de votar o no votar.

Dicen que lo peor de las cosas buenas es que se acaban, que una vez se echa el telón no queda más remedio que aguardar a que florezcan de nuevo, un año después, más o menos, según el caprichoso calendario de la luna. En el lunes de Resaca parece reinar un vacío lastimoso por las calles de Sevilla que, horas antes, rezumaban sabores de un tiempo antiguo, cuando la Feria era una exhibición de vacuno y ovino, de porcino también, un mercado en el que las reatas iban y venían de ganaderos a terratenientes, en tratos firmados con un apretón de manos, aunque seguro que más de uno se invalidó a por intentar colar un animal cojo o con las tripas cuajadas de larvas de tábano. Fue entonces cuando los primeros flamencos rasgaron una guitarra que alguien replicó con unas palmas al compás, en aquel daguerrotipo de gitanos de caracolillo sobre la frente y de cante de hierro, antes, mucho antes de que las damas de la alta sociedad se atreviesen a emular los bailes raciales de los cafés cantantes. 

Publicado en El Correo de Andalucía

Lunes de Resaca, tarde de Pedrajas, bureles de Guardiola y de María Luisa Domínguez Pérez de Vargas, a la que no cabía un apellido más que anunciar en la tablilla. Toros largos, bravos en el caballo y renuentes a perseguir la franela. Lunes de resaca, paseíllo con Manolo Cortés, Manili y José Antonio Campuzano, aquel que barría el albero con naturales eternos. 



27 abr 2019

Represento en mi cabeza la España de las Españas, quizá injustamente: es de noche y una mujer entrada en años se ha sentado en la salita junto a su esposo, entrado en años también. Él lleva un pijama ajustado en mangas y tobillos y se arrellana en el sofá, que tiene en su brazo derecho un cenicero encastrado en una ancha cinta de cuero repujado. Se protege del frío de estos primeros compases de la primavera con un batín de cinturón y borlones. Y fuma, uno detrás de otro, ante las miradas inquisidoras de su mujer, que no ceja en su pregunta mecanizada —«¿Otro?...»— cada vez que escucha deslizar la rueda del mechero. 

Ella, a su vez, se ha puesto el camisón, unos calcetines cortos y unas cómodas zapatillas de media cuña, las mismas que se calza cada vez que llega de la calle. La bata le queda holgada, y de vez en vez se cruza las solapas, que no son de felpa sino de un acrílico con apariencia de raso, o de seda, o yo qué sé. 

Ambos llevan gafas. Las de ver la tele, que duermen en un cajón del aparador cuando el televisor está apagado. Pero en mi representación la pantalla refulge a todo color, emitiendo un programa que está sajado por largas colas de anuncios publicitarios. Habiendo tanto donde elegir, parece que el electrodoméstico de la salita sólo sintoniza Telecinco, como si el mando a distancia llevara siglos encasquillado en la omnipresencia de Jorge Javier Vázquez. Gracias al locuaz presentador, ella y él lo saben todo de las Rosasbenitos, las Benitosrosas, las Belenesesteban, las Estebanbelenes, las Camposterelus, las Tereluscampos… Si parecen haberlas concebido y parido; o parido y concebido. Me he hecho un lío. Y aunque Jorge Javier gobierna sobre ellos, a veces se atreven a calificar a las reinonas del cotilleo: «menuda lagarta; esa se va a la cama con cualquiera», dice él. «La encuentro algo más gruesa», replica ella en vacuo diálogo esponsal. 

De pronto aparece la Pantoja y el corazón se les dispara. La tonadillera entre las tonadilleras del mundo mundial está dispuesta a sobrevivir en una isla colmada de cámaras. «Menuda pájara», la califica el marido. «Pues a mí me gusta», responde la mujer.

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Cuando cae la madrugada (satisfechos por haber visto llorar a Isabel antes de lanzarse como un pato desde un helicóptero al mar de Honduras), él sueña que pasea de la mano de cualquier Rosabenito. Ella, a su lado, deja escapar —entre ronquido y ronquido— un «Marinerodeluces» apenas comprensible.

5 abr 2019

Después de Ferlosio… ¿quién? Esta es la conclusión más grave después del fallecimiento del último referente de la literatura en español. Podría contestarme que Vargas Llosa, pero tengo mis dudas porque sus últimas novelas son de segunda B y, a pesar del Nobel, para formar parte de los autores que se estudian en Bachillerato uno debe ofrecer un historial impoluto. Claro que en los manuales aparece Isabel Allende, a la que además obligan a leer para aprobar el examen de Selectividad, en un acto interesado en el derrumbe intelectual de la juventud. 

A Sánchez Ferlosio le habrían bastado sus Industrias y andanzas de Alfanhuí para merecerse el nombre de todas las grandes avenidas de España. Sin embargo, no cuenta en la literatura para Selectividad, como dejó de contar, hace mucho, pero mucho tiempo, en las lecturas de la Secundaria. Si al menos le abrieran un hueco a alguno de sus cuentos… Porque entiendo que “El Jarama” es un reto imposible para el noventa por ciento de los alumnos que aspiran a sentarse en una facultad. Y para casi el cien por cien de los profesores de Lengua y Literatura, vaya por Dios. Porque “El Jarama” es como un puré denso de maicena, con el que el lector se atraganta ante la naturalidad del texto, la pátina de tristeza propia de Ferlosio y la aparente nadería de un tiempo en el que no existían los teléfonos móviles.


Después de Ferlosio… ¿quién? Que hace ya unos años se nos murió Delibes, y también Martín Gaite y Cela —por lo que tuvo y no retuvo—, y mucho antes la discreta Laforet, y la genialidad encriptada de Borges y el escritor de una sola novela, García Márquez. Dicen que nos queda Marías, pero no termina de convencerme. Dicen que quedan más y que venden muchos ejemplares, pero ese dato no me dice nada porque pienso en Alfanhuí y su gallo de hierro, en el taxidermista, en su abuela y en una España en la que, sin haberse completado la alfabetización del pueblo, se hablaba con la belleza y bravura con la que Sánchez Ferlosio fue capaz de construir su obra narrativa.



29 mar 2019

No es capricho que a cada uno de mis hijos les haya incitado a enfrentarse a las películas de Charles Chaplin al cumplir los diez años. Ellos, acostumbrados a un cine comercial dominado por los efectos especiales y la linealidad en los guiones, a unas películas que aprovechan la facilidad de los remakes y que abusan de los lugares comunes, así como de la lluvia fina de las ideologías del pensamiento blando (género, buenismo, animalismo, revisionismo histórico, cambio climático y tantas otras ocurrencias de nuevo cuño que salpican las producciones, poco importa que sean de Hollywood o patrias, la cosa es dirigir el destino de los espectadores desde su más tierna infancia), deben contar con la oportunidad de conocer los orígenes de esta industria jalonada por algunos genios.


Y Chaplin lo fue. Actor, guionista, director, músico, acróbata, mimo… lo reunía todo salvo la modernidad de los medios con los que realizaba sus películas. Sus biógrafos cuentan que más allá del estudio de rodaje, una vez desvestido de Charlot, tuvo todas las características negativas de las personas investidas con un talento muy por encima de las capacidades del resto de los mortales. Escriben que era un tipo excesivamente lujurioso, dañino en su relación con las mujeres, infiel y subyugador, vete a saber si iracundo y hasta violento. Pero el Chaplin que descubrí en mi juventud, el mismo que muestro a mis hijos, es el del bigote y el bombín, víctima de una América que todavía no era el paraíso, hermano del hambre, dueño de la calle (dormía en cualquier lugar, bajo las estrellas), torpe y delicado, un niño con zapatones y pantalón grande y remendado, inocente y extraordinariamente romántico. Su vis cómica, más allá de los errores técnicos de aquellas películas, que se los perdonamos, alcanza a todos los tiempos y a todos los hombres. Y ahí reside su genialidad. De tal modo que quien no se ha sentado a disfrutar de una película de Charlot, no sabe lo que es la risa.

21 mar 2019

Tenemos la misma edad, así que entraba yo en la adolescencia cuando él trenzaba uno de sus últimos paseíllos como novillero en la plaza de toros de Las Ventas. Incluso vestido de luces, Ponce parecía un chiquillo. Daba la sensación de que no podría manejar los pesados capotes y muletas. Pero vaya si los manejaba. Y con qué sapiencia. De hecho, era un torerillo sabio, sabio como pocos. Todavía nadie sospechaba que, treinta años después, seguiría abriendo el portón del miedo, torero de toreros, torero para la Historia junto a un puñadito de elegidos (Joselito, Belmonte, Domingo Ortega, Manolete, Ordóñez, Bienvenida, El Cordobés, Ojeda y José Tomás).

Tomó la alternativa y se jugó las femorales en una tarde de la Semana Grande de Bilbao, en la que dio su primer campanazo, después de haber despachado seis toros seis en Valencia él solito. En la siguiente temporada, en una televisada, en Fallas, con reses de Peralta, unas manos invisibles le impusieron el birrete de maestro, que nunca se ha quitado. Madrid le acogió. Bordó el toreo en una de Samuel Flores, en la que le falló la espada. Y luego vino Lironcito, una fiera salmantina a la que sometió para entrar definitivamente en los anales de Las Ventas. 

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Cuando un torero comienza a ganar dinero, el público de Madrid (digamos, los vocingleros que dominan al público de Madrid) pasa del amor al resquemor. A Ponce se le espera con las uñas afiladas. Se le mide todo lo que hace con la precisión de una escuadra y un cartabón. Y aun así, ha salido cuatro veces por la puerta grande.

Es el primero entre los consentidos en México, ídolo en Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela, valido en Francia, respetado en Portugal y protagonista de una machada: diez temporadas con más de cien festejos a la espalda. Y eso que las cantidades no deberían ser lo suyo, dada la estética de su toreo, inconfundible incluso si se contempla de espaldas, que es la condición para llamar único a un torero.

La mayoría de sus compañeros cuelgan los trastos en la década que va entre los treinta y los cuarenta años, pero la retirada no cuenta entre los planes de Enrique, que tiene capacidad y torería para anunciarse hasta su noventa cumpleaños, y sin haberse permitido un respiro entre las temporadas europea y americana.

Con solvencia intelectual, ha cerrado aún más los estrechos lazos entre la Fiesta, el arte y la cultura. Pero como todos los toreros, se debe al pueblo, al público de sol y de sombra, a todos aquellos que se han marchado de la plaza dibujando pases al aire, sobre todo después de las más de cincuenta faenas con las que ha indultado otros tantos bureles.

Comprometido, como lo son la mayoría de los toreros, Enrique ha toreado gratuitamente por una y mil causas sin pedir nunca nada a cambio. Y se ha preocupado personalmente de quienes más sufren. Me consta.

Ahora un toro le ha dado una cornada y le ha tronzado la rodilla. Y los aficionados nos sorprendemos porque en su devenir son contados los percances. El toreo no es un juego: los toros no son de nube ni sus cuernos de papel. Así que nos conmovemos al verle caído. Y anhelamos saber, cuanto antes, que volverá a fajarse el capote de paseo.


15 mar 2019

Pim, pam, pum… Valencia arde en fiestas, nunca mejor dicho al considerar la quema que les espera a sus ninots, destino que nunca he llegado a comprender: si yo fuera el creador de la falla a la que van a prender con una cerilla, me parapetaría para defenderla como santa Juana de Arco, aunque sin arriesgar más de lo previsto, no se me vaya a chamuscar la barba.

España no se entiende sin sus fiestas patronales. Las hay por casi todo el mundo (las razones no suelen ser sacras, como las nuestras, salvo en los países de raigambre católica), con su baile bajo la carpa, fuegos artificiales, concurso de pepinillos en vinagre o de tartas de zanahoria, homenajes a la cerveza y festivales en los que los hombres, a mano o con motosierra, se retan para comprobar quién es capaz de lonchear más veces un largo tronco en un tiempo determinado. Y las rifas y los cacharritos de feria, con manzanas caramelizadas y algodones de azúcar, batallas de comer donuts y escarapelas para la vaca del año. Pero no es lo mismo.

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En España demostramos a lo largo del año —sobre todo desde el arranque de la primavera y hasta mediados del otoño— que sabemos celebrar la protección de la Virgen (en sus numerosas advocaciones) y los santos, nada que ver con esa imagen mustia con la que se pretende desdibujar a los cristianos. Y lo celebramos con misas mayores, claro, pero también con jolgorios profanos, que van del chunda-chunda de las orquestas móviles (¡que no se pierda el pasodoble!), al pañuelo anudado al cuello; del vino peleón a la sangría que todo lo disimula; del petardo más o menos chistoso, a las curiosidades de cada ciudad, de cada pueblo; de la noria sospechosa de no tener todas las tuercas bien apretadas, a la novillada en la que los torerillos llegan caminando desde la pensión.

Valencia ha descorchado la temporada de jolgorio (con permiso de los pueblos que celebraron a san Blas, a la Candelaria y a otros santos madrugadores); los hoteles se encuentran a reventar y por las calles no cabe un alma. ¡Que no decaiga la alegría!

11 mar 2019

En el estrambote de la infancia hay un lugar destacado para los oficios, mediatizados por los vaivenes sociales. Si hace unas generaciones los chicos aseveraban que de mayores iban a ser toreros, soldados o mineros, y las niñas se contentaban —en un espíritu muy positivo, estoy convencido— con anhelar un determinado número de hijos (que nunca bajaba de seis) para los que ya tenían decididos sus correspondiente sexo y el nombre con el que cristianarlos, hoy la cábala de profesiones va por otros derroteros, en los que abundan los aspirantes a futbolistas, cantantes, probadores de videojuegos, modelos de pasarela o líderes momentáneos de las redes sociales. 


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Revelo de cuando en cuando —con la sensación de que a nadie le interesa— cuáles fueron las casillas de mis deseos infantiles. Era una colección un tanto anárquica, ya que aquellos oficios no tenían relación entre sí, lo que entra en la lógica de lo ilógico que reina en la mente de un niño: aventurero, dibujante de tebeos, payaso, misionero en África y matador de toros. No hubo espacio para lo que después me ha tocado ser: escritor, que es lo mismo que decir juntador de palabras, vendedor de fantasías, una ocupación de esas que las madres solían describir con menosprecio ante sus hijas en edad de merecer: «todo un muerto de hambre».

Constato que mi devenir está salpimentado con lascas de aquellos ensueños parvularios. No soy aventurero (oficio de por sí atractivo pero inexistente), aunque me despierto con la seguridad de que mantenerse en pie no deja de merecer su canto de epopeya. Tampoco dibujo tebeos, pero dedico muchas horas apasionantes al lápiz, el pincel y las gubias, frutos de aquella afición alimentada desde niño que viene a demostrar que no hay nada más trágico que un menor de edad aferrado a un dispositivo electrónico. Respecto al payaso, es demasiado fácil hacer un chiste fácil, incompatible con la admiración que manifiesto por el circo, arte de artes nobles, incluido el emocionante juego con las fieras que alcaldesas y alcaldes —dictadores del buenrollismo— han decidido prohibir bajo amenaza de sanción. Las misiones las dejé en manos de mujeres y hombres heroicos, tocados por el dedo de Dios. Yo no pude volar tan alto. Y los toros siempre desde la barrera, pero con la pasión del buen aficionado. 

27 feb 2019

En las instalaciones industriales a las gallinas ponedoras no les apagan la luz. Así no pueden diferenciar día y noche (dudo que hayan conocido el ciclo del sol y de la luna), lo que les incita a soltar un huevo detrás de otro, haciendo equilibrios entre los incómodos barrotes de las jaulas. Es lo que tiene desconocer el medio, vivir bajo el paso de una cinta transportadora, comer pienso con aditivos para la producción de una, dos, seis… cien docenas, hasta que la maquinaria emplumada expire descalcificada y sin haber saboreado un solo gusano.

El presente febrero finaliza con las temperaturas fuera de madre. Los gorriones han comenzado a entrelazar sus nidos antes de tiempo, y los palomos zurean con la libido errada. Tienen que venir los fríos, incompatibles con el cortejo aviar y con la cría de pollos desplumados. Los oportunistas insisten en la matraca del cambio climático a causa de nuestros excesos, empezando por la superpoblación, porque para estos —animalistas, ecologistas y otros istas de carné— el hombre es el peor enemigo de todo, aunque ellos mismos no se incluyan en su tesis ni como hombres ni como enemigos, no vayan a ser también culpables de la subida del termómetro.


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Visité el Museo Arqueológico de Madrid junto a un profesor de universidad. Queríamos ver muchas cosas, pero la magnitud de sus conocimientos y su esfuerzo didáctico hizo que no pasáramos de la prehistoria. En aquel tiempo marcado tanto por el calor como por la glaciación, no hubo otros humos que los de las hogueras. Además, por entonces no se refinaba el petróleo. Pero tuvieron febreros como este, un mes que se ha confundido al ocupar su sitio en el trenzado del año. Quizás nuestro febrero soñara con ser julio, quizás anhelara disfrutar de unas vacaciones de sol y playa… Como en aquellos tiempos remotos, no hace dos años tuvimos un verano más bien fresco, con frío incluso. La Naturaleza es así, ingobernable a pesar de las reglas que marcan su compás, un tic-tac que suele ir hacia delante pero que, de pronto, da un salto para atrás, quizá para confundir a los istas de carné y reírse un poco de sus paranoias. Y también para que las cigüeñas, zancuda de buen agüero, no tengan que esperar a San Blas para bichear en nuestros campos.

20 feb 2019

Entiendo la indignación de la gente ante la inmoralidad eugenésica de Arcadi Espada. Para él, por lo leído y visto, sólo son dignos de derechos —el primero, a la vida— los pertenecientes a una condición... digamos... aria (españoles listos, guapos y productivos). Por el contrario, aquellos que en el vientre materno manifiesten una condición genética modificada, una enfermedad o una malformación, deberían ser llevados directamente al bisturí cortador, a la sal quemante, al aspirador y al crematorio, porque en su ensoñación no pueden llegar a ser listos, ni guapos ni productivos, sino una carga para los padres y para el propio Arcadi, que paga sus impuestos. La reacción de repulsa que recorre España es lo que tiene vivir, como Arcadi, a expensas de la declaración gruesa, aunque Risto, digamos la verdad, tampoco está muy desencaminado de esa senda. 

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Entiendo la indignación de todos porque también es la mía. Y entiendo la emoción por la aparición en el Chester de ese niño precioso que tiene Síndrome de Down, y por la declaración de su padre maravilloso. Pero no así que este suceso televisivo no consolide en toda la gente emocionada la decisión de ponerle punto final al aborto. ¿Es que los embriones, los fetos no deseados (algunos a término) no tienen derecho a vivir? Los que vienen con el síndrome de Down abrazado a su inocencia, pasan a ser presa de caza (por la Ley, por el médico, por la madre y por quien ayuda a la madre en el proceso del aborto, la coacciona o la anima a abortar). Aquellos que traen una «anomalía», término legal en el limbo, ya que puede comprender desde un labio leporino a la falta de un riñón; desde un dedo de más o de menos en una mano a una pierna más corta que la otra; y, por supuesto, cualquier sospecha del ginecólogo, sea cierta o no, a pesar de que quepa margen de error en su veredicto. Y no es lo único, porque durante las primeras dieciocho semanas —Risto, Arcadi, aprendedlo— el aborto es libre, cuestión de determinación o capricho de la paciente, y ahí el médico sesga la vida también de los listos, los guapos y los que serán productivos, ese español ario que tanto le mola a Espada. También abortan las menores de edad y saltándose el obligado consentimiento de su padre, madre o tutor, ya que las clínicas del ramo cuentan con asesores para trampear la ley y violar la patria potestad.

Arcadi, lo siento pero tu discurso inmoral se ha quedado corto. Risto, lo siento, pero tu espectáculo televisivo se ha quedado corto. 

30 ene 2019

Siempre me he preguntado por el destino de los detritos humanos, pero me considero un tipo elegante que no hace interrogatorios indiscretos sobre asuntos que arrugan la nariz, entre los que destacan nuestras funciones más… digamos… eh… animales. Lo cierto es que el hombre es un generador imparable de porquería y que buena parte de los problemas de salud del mundo se deben —me lo contaba una misionera que lleva más de sesenta años en la India— a la falta de retretes. Lo que comemos lo transformamos, y en esa transformación juegan un papel fundamental toda clase de bacterias que descomponen aquello de lo que ya no se pueden sacar más beneficios corporales. El problema, por tanto, radica en esa manifestación incontrolada de seres diminutos y vengativos, responsables de epidemias que afectan a millones de personas, como con sobrecogimiento he comprobado en algunos lugares de África, América y Asia, donde el cumplimiento con las necesidades íntimas brilla, precisamente, por su falta de intimidad en esas barriadas miserables donde hasta cumplir con la Naturaleza tiene un precio impuesto por los criminales. 


En Chiclana cuentan con magníficas depuradoras, como en la mayoría de las localidades de España, a las que llegan todo aquello que a los chiclaneros les sobra. Pero tirar de la cadena ha cobrado en la villa costera un significado distinto. Aunque suene ordinario —y lo es—, cagar allí tiene premio, pues un proyecto de ingeniería ha conseguido procesar los desechos mediante unas algas que transforman, en un repugnante proceso de fermentación, la m… en gas metano que, una vez purificado (es un decir), se convierte en combustible para los vehículos. El coste del litro de gas, lo advierto, puede hundir a los países de la OPEP a ritmo de bulería. 

Dicen que con un depósito de ese gas se puede viajar de Cádiz a Valencia por unos ocho euros, sin necesidad de repostar. Y no es que la caca chiclanera tenga unas propiedades distintas a la del resto de la humanidad, lo que hace de la visita diaria al excusado un servicio al medio ambiente en vez de en un problema ambiental. ¡Olé por los chiclaneros!

24 ene 2019

Tengo una simpatía especial por los taxistas. Y por los conductores de estos servicios de taxi que ya no se llaman taxi y que acordamos conductor y usuario a través de una aplicación del teléfono móvil. Me gustan los taxistas porque saben pegar la hebra y hablar de cualquier cosa con la profesionalidad de quien vive al volante y sabe más por viejo que por chófer, incluso cuando no ha cumplido la treintena. Fue uno de esos jóvenes que llevan el taxi por turnos el que me reveló sus viajes de esquí a Sierra Nevada, subvencionado por una Junta de Andalucía especialmente generosa, con el dinero de todos, a beneficio del deporte y la juerga de invierno. Fue otro de esos jóvenes el que se arrancó a despotricar de su anterior pasajera, «una feminazi gorda y fea», la describió, para pasar a presumir de haber votado a VOX en las Andaluzas hasta que… me reconoció que en realidad no había votado a VOX porque la noche anterior a las elecciones tuvo una juerga y durmió hasta tarde pero que, vamos, él va a votar a VOX en las siguientes sí o sí.


Como todos, he subido en taxis y coches oscuros que estaban limpios, impecables, cómodos y sin ambientador (fundamental para que el cliente viaje confortablemente). Como todos, he subido en taxis y coches oscuros que estaban sucios, olían mal y trataban de disimular la hediondez con un ambientador repugnante. Como todos me he topado con taxistas y con chóferes encantados y desencantados, cansados de tantas horas al volante y listos para echarse sobre los lomos otras tantas. Como todos he viajado en taxis decorados con banderas de otros tiempos, con rosarios, con pegatinas que declaran el amor al Lago de Sanabria, con música atronadora (que el profesional del volante no se dignó a apagar o a bajar el volumen) y con la oferta de escuchar cualquier cadena de radio. Y me he sentido encantado de ofrecer una propina y de marcharme sin darla. La pena, digo, es que se jueguen a golpes y barricadas su buena o mala reputación.

17 ene 2019

Puede que todo sea una cuestión de barbas. Si hasta la llegada de Mariano Rajoy creíamos que en democracia no podía gobernar una jeta peluda —aunque el doble liderazgo bigotil de Aznar ya había roto una lanza a favor del vello bajo los senos nasales—, ahora tenemos declarada una guerra sin cuartel a la Gillette. Claro que barbas han tenido los dos últimos reyes, más o menos esporádicas, más o menos cuidadas, dependiendo del tiempo y de la forma. Y barbas tuvieron puñados de ministros cuando lucir pelambrera en los carrillos era marca socialista, especialmente si esta (la pelambrera) era oscura, hirsuta y algo desaliñada. Porque las de la derecha siempre han sido barbas más comedidas, que parecen que sí, parecen que no, apenas un detalle, un esbozo que haga intuir que llevo tres días y medio sin afeitarme, aunque desde la linde a escuadra de la quijada se aprecie un cuello limpio y terso como el culito de un bebé.



La barba ya no es solo atributo musulmán (el dogal blanco de aquel Jomeini que daba tanto miedo), ni del Castro anterior al chándal, que también daba bastante miedo. La barba es símbolo de actualidad, señal del hombre global y a la vez discreto, que en su presupuesto semanal incluye los gastos para peluquería (ni que la perilla fuese un caniche), pues uno solo no puede mantener semejante babero capilar con la geometría y la sedosidad que marcan los cánones, que hoy por hoy piden un mostacho florido, con varias cesiones en cuanto al remate de sus puntas, y al ras desde que baja por las patillas y hasta que se abre en las mandíbulas con la generosidad agreste de quien sufre todo un sinvivir.

Abascal ha llegado con una barba que se me antoja califata, aunque no le guste que le caiga semejante adjetivo, pues es posible que crea lucir el mismo arreglo capilar que cerraba los rostros heroicos de Don Pelayo y Don Rodrigo, aunque de ellos no quede una imagen donde podamos corroborarlo. Y de la de Abascal irán surgiendo nuevos recortes, ocurrencias peluqueras, hípsters bibsters bubsters y hapsturbs dispuestos a hacer de la política una pelea de tijera y bigudí.

10 ene 2019

Ya tenemos los pies bien asentados en 2019. Es decir, ya hemos realizado ese extraño ejercicio de «tener una buena salida y una buena entrada de año», que imagino como dar un brinco al sonar de la duodécima campanada al tiempo que deglutimos la última uva —¡qué caray!—, para caer en la misma alfombra con la conciencia de que, en efecto, hemos entrado en 2019 como quien traspasa una puerta para salir y llegar al mismo lugar, pues a las veinticuatro horas cincuenta y nueve segundos del treinta y uno de enero no cayó un rayo ni nos dio un teleleque de desdoblamiento de personalidad, como al doctor Jekyll y al señor Hyde. Es decir, a las cero horas seguimos siendo quienes somos, con los kilos ganados a base de capón trufado, mantecados y demás delicias estacionales (un buen amigo dice que en su casa sacan los dulces de la Navidad del año anterior, pues ¿a quién le gustan? A mí), quizás con un gorrito de cartón bajo una lluvia de matasuegras. 

En mi familia somos tan poco dados a las tradiciones de Nochevieja que a partir de la tercera o la cuarta campanada empiezan a volar las uvas. Y vuelan a dar, con más o menos puntería dependiendo de las copas de champán que hayan caído previas a la cena. Luego sí, besos, abrazos y deseos de felicidad, aunque seamos conscientes de que la vida es una trenza de alegrías, estabilidades, decepciones y dolores, de proyectos frustrados y proyectos acabados, de esperas, sonrisas y lágrimas… pero no de aburrimiento, salvo que uno se lo proponga, porque entre las muchas cosas buenas que trae está la aventura con la que arranca cada jornada. De este modo afronta la madre de la familia de Roma —conmovedora película de Alejandro Cuarón, todo un hallazgo que nos ayuda a reflexionar sobre el deleite de las cosas pequeñas—, el comienzo de una vida nueva tras el abandono de su marido, padre de una camada de cuatro hijos: a partir de ahora, viviremos una aventura diaria, les comunica a sus hijos. Y la primera propuesta es cambiar de dormitorios en la misma casa, para que lo ordinario se convierta en extraordinario.


Tenemos los pies bien asentados en 2019, que será un año como los demás años que pasaron, una oportunidad con sus cosas, esa prudente forma de llamar a lo que no nos gusta pero que damos por hecho y asumimos, con deportividad, seguros de que esas cosas también nos humanizan.


21 dic 2018

Sufro porque no consigo encontrar un rato libre para escribir unos cuantos tarjetones en los que felicitar la Navidad. De hecho, me encantaría saber qué industria del birlibirloque utilizan algunos de mis amigos (tan o más ocupados que yo) para haber depositado en Correos, puntualmente, su taquito de christmas. Supongo que el secreto está en la planificación, arte del que los artistas carecemos. Quizá no todos. Yo sí, porque empiezo el día con un guion y suelo acabarlo sin haber cumplido más de la mitad de sus pautas.


Esto de los tarjetones tiene su historia. De niño me detenía a contemplar aquellos dibujos de Ferrándiz, de trazo infantilón y setentero, en el que detrás de sus personajes regordetes y rubios (el tono del cabello debe esconder un mensaje subliminal, pues el color oxigenado se asocia a los buenos y a los guapos, casi siempre adornados con ojos de un azul de cala mallorquina) alguien escribía palabras de paz, felicidad y, por qué no, vinculadas a los sucesos de Belén, clave de estas semanas. Incluso traían rebordes de purpurina que se nos pegaba en los dedos, y algunos estaban troquelados, jugando con la tridimensionalidad. Las tarjetas que reproducían obras maestras de la pintura sacra me gustaban menos. Mejor dicho, me fueron conquistando poco a poco, hasta entender que son una buenísima oportunidad para familiarizarse con los lienzos que recogen una interpretación sobrehumana de los mismos sucesos de Belén. Más adelante llegaron los paisajes invernales, Papa Noel, un muñeco de nieve, unos niños patinando sobre un lago congelado… por los que siempre he sentido desdén, ya que no es nuestra Navidad. 

Me viene a la memoria una familia que nos felicitaba las fiestas y nos deseaba lo mejor para el nuevo año con una fotografía veraniega de sus niños. La práctica se convirtió en costumbre, y hoy no son pocos (incluido nuestros Reyes, que en esta ocasión han elegido los lagos de Covadonga) los que aprovechan el tiempo de la zambomba y el turrón para incluir una instantánea de álbum familiar, ajena por completo a lo que festejamos. 

En breve nos llegarán —si no lo han hecho ya— tarjetones con mascotas, quizá un perro o un gato con gorrito rojo de banda y pompón blanco, quizá un escarabajo pelotero empujando una bola de cristal azul. Cosas de estos tiempos inanes.

13 dic 2018

La mañana llegó envuelta en un abrigo de niebla. De hecho, cuando sonó el despertador pensé que lo había programado mal, pues por la ventana —duermo con la persiana abierta— no venía la luz perezosa que corresponde al final del otoño; la habitación retenía las sombras nocturnas y el frío me hizo pensar que mi equivocación iba a permitirme una hora más de sueño, con lo que me gustan los regresos inesperados a la modorra que va y viene, que se rompe y se rehace como en un juego de pompas de jabón.

La niebla ha sido un anticipo de un día de cielo cubierto, una aguada gris que nos castiga sin rayos de sol. Porque el sol está, como estaba a primera hora, aunque escondido, así que el odioso campanillero del despertador actuó cuando correspondía, y como es día laborable desapareció la oportunidad de dedicar unos minutos a remolonear. El compás de primera hora no lo permite. «¡Chicos, todos arriba!», como si yo fuera el capitán, mi casa un navío y mis hijos la marinería que se ha librado de hacer guardia en el puente.

Como mi mujer está de viaje, a mi lado descansaba la pequeña, incapaz de desvelarse con mis voces, la boquita abierta para exhalar el vaho caliente de los mundos inconexos de sus sueños infantiles, el cabello revuelto, con sus vetas doradas, el cuerpo tierno como pan recién horneado. «¡Es la hora!», mi segunda advertencia. El inicio de las clases —en el colegio, en la universidad— no perdona. Y como respuesta algún murmullo en el que interpreté un «ya voy», un «vale», un «déjame un poco más»…

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El hogar empieza a revivir: la luz eléctrica amarillea el aire pesado, el perfume del café, el perro que hace cabriolas y el gato que nos observa con desdén. «¡A que llegamos tarde!», clamo con cierta afectación. Entonces mis hijos regresan al hoy y al ahora, a la conciencia de un examen, de los deberes a medio terminar… Después, como todos los días, salimos a la calle con el tiempo justo, yo satisfecho por tantas alegrías.

5 dic 2018

La relectura de la Historia es una cacicada al servicio de la mentira, una mentira de espurios intereses que hace de su capa un sayo con el que cubrir el mundo mediante una manipulación grotesca que, sin embargo, cala hasta el subsuelo. Lo que empezó como un disparate ha cobrado, en muchos lugares de las tres Américas —e incluso de España— la categoría de certeza: Cristóbal Colón fue un genocida que llegó al Nuevo Mundo con el único interés de llenarse los bolsillos, para lo que no se paró en barras: desplegó un odio asesino contra los indígenas que poblaban en sana y dulce concordia aquella primera isla, a quienes interrumpió su candoroso vivir en sintonía con la naturaleza mediante una caza ensañada que a punto estuvo de hacer desaparecer tribus y razas. Así se justifica la iconoclasia con la que derriban monumentos en su honor y arrebatan su nombre a avenidas y plazas. También que en los nuevos libros de texto del feliz hombre blanco, el genovés ocupe una ventanilla junto a los peores monstruos. 

Colón, según este revisionismo, abrió las puertas a todos los indeseables de un país indeseable como el nuestro, criminales de la peor calaña, carne de horca, sucios y malolientes, hombres sin escrúpulos a la hora de pasar a cuchillo a toda la indiada. Lo curioso, sin embargo, fue la mezcla que se extendió por los nuevos centros urbanos, niños que nacían de matrimonios mixtos o fuera del matrimonio, que a su vez tenían hijos con otros blancos o con otros indios. Y la organización administrativa, y las leyes para la protección de los aborígenes, y la construcción de hospitales, universidades y escuelas, y la pacificación de pueblos enfrentados, antropófagos, brutales en sus sacrificios, y la prosperidad que, ¿quién lo pone en duda?, hizo rendir a todo un continente, con especial florecimiento en las tierras que adoptaron nuestra lengua y religión.

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Al norte de México también había indios, una amalgama de tribus en las que habitaba ese buen salvaje que idealizaron los intelectuales de los salones centroeuropeos. Apenas se mezclaron con los conquistadores. Apenas quedan. Los mataron, los arrinconaron, los guardaron en reservas como animales, reservas que todavía se pueden visitar. Allí encontraremos lo que queda del indígena al que Colón y los españoles no pudieron civilizar: razas en peligro de extinción, vapuleadas por el olvido y el alcohol que les sirven los mismos que deciden la ficción del pasado. 





28 nov 2018

Le hemos sacado tanta punta al lápiz que apenas podemos sostenerlo con dos dedos. Parece que la mina que asoma por el taquito de cedro no puede sobrevivir otros dos giros sobre la cuchilla. Es lo que tiene ir de gratis total, medicina para todos sin que haya que pagar un duro, al menos en consulta porque pagar, pagamos aquellos que estamos fritos a impuestos directos e indirectos: IVA, IBI, IRPF, Patrimonio, Sociedades, Autónomos, Sucesiones, Donaciones, Transmisiones, Actos Jurídicos, Impuestos Especiales, Vado, Basuras, Estacionamiento y la madre que los trajo al mundo. Nada más abrir los ojos, los currantes nos retorcemos ante la cascada de euros que desde nuestros bolsillos caen en la bolsa del Estado, sin piedad ni domingos, paga que te paga para que después los partidos gobernantes se arroguen el mérito de lo que son frutos del sudor de nuestra frente para disfrute de todos, también de los que no la hincan ni la han hincado, que son los que más veces acuden al ambulatorio, los que más medicinas sin usar acumulan, los que lanzan instancias aquí y allá para lograr una paguita, un viajecito, otro beneficio a cargo de ese bienestar colectivo al que apenas le quedan virutas.

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Los médicos de Andalucía y Cataluña hacen huelga y se manifiestan porque están al límite de sus fuerzas. No hay dinero para más contrataciones, ni para suplencias, ni para reordenar el engordado flujo de pacientes que en apenas cinco minutos han de explicar sus dolores a cambio de la consabida receta, cinco minutos, los mismos que se tardan en soltar un buenos días cómo está usted y su señora parece que hace bueno hoy ale a más ver, que no entiendo cómo se puede auscultar (desabróchese la blusa, hágame el favor), examinar lengua, oídos y golpear las rodillas, a ver cómo vamos de reflejos, con la ansiedad de saber que más allá de la puerta crece y crece el número de pacientes que tienen cita, quién es el último y usted a qué hora le han dado que yo voy primero pues mire el papelito

El día que nos impidan seguir inflando el déficit, el día en que cierren la ventanilla de los préstamos —quizá no estemos lejos de padecerlo—, Andalucía, Cataluña, España entera estallará como una pompa de jabón. Entonces no habrá dinero de todos ni siquiera para que el doctor nos despache en lo que dura un amén.

21 nov 2018

Los ladridos han tapado los llantos y las risas de la chiquillería en la ciudad de Lugo. Son ladridos de toda clase: secos, como los de un mastín; impertinentes, como los de un chihuahua; agresivos, como los de un doberman; estúpidos, como los de un yorkshire; inteligentes, como los de un perro de lanas; fieles, como los de un labrador; humildes, como los de un galgo… Los llantos y las risas de los niños, sin embargo, apenas se escuchan tras ese concierto animal. Y los parques, antaño paraíso urbano para los infantes lucenses son un cagadero urbano para las huestes de canes que han pintado la urbe también de orines, en recorridos que nadie ve pero que ellos reconocen gracias a su pituitaria. 

Hay muchas viviendas en Lugo que tienen uno, dos y hasta tres perros. Hay muchas más viviendas en Lugo en las que no hay niños ni adolescentes. Pienso en la ausencia con la que estos y aquellos entristecen los pisos y los chalés, pienso en los canes que han llegado para ocupar su puesto. Han recibido, nadie sabe por qué, la categoría de hijos, en cuyo bienestar los lucenses —los españoles de todos los lares— gastan cerca de mil euros anuales, mil, entre seguros, vacunas, cirugías varias, revisiones, piensos, aperitivos, regalos, vestidos, disfraces, pasajes en avión, tren y autobús, hoteles para mascotas, hoteles para humanos que aceptan mascotas (a cambio de una tarifa más bien alta) y cementerios específicos con servicio funerario y toda clase de objetos a modo de memoria. 

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En Lugo hay más perros que niños y adolescentes juntos. Lo dicen las estadísticas y el padrón después de cotejar que sus vecinos han renunciado a reproducirse en favor de la reproducción de sus mascotas. Calculen la desproporción si también sumamos gatos, pájaros, peces, roedores, reptiles, insectos y cualquier otro animal que pueda comprarse en el mercado. 

Un día los perros de Lugo tomarán el poder, como en el “El planeta de los Simios”, y el hombre, estúpido ser racional, pasará a convertirse en animal de compañía.

13 nov 2018

Los superhéroes tardaron en colarse en nuestra biblioteca familiar; llegaron cuando ya estábamos un poco creciditos, y eso que nacieron años antes que nosotros. Pero por entonces no eran muchos los quioscos que ofrecían ejemplares de aquellas revistas de importación (las editaban en México, creo). Además, eran más caras que los números del TBO, y que Mortadelo y Filemón, Tío Vivo, Pulgarcito y otras invenciones de la editorial Bruguera, que vendía los mismos contenidos a partir de diferentes nombres sin que al pequeño lector le importara si en la cabecera aparecía el Botones Sacarino, Rompetechos, Zipi y Zape o los agentes de la TIA (que, por ir contracorriente, nunca me han hecho gracia) o si en los compendios Olé y Super Humor volvía a encontrarse con relatos ya conocidos. El cajón de sastre de las editoriales patrias de tebeos disponía de tan ricos fondos que se agradecía aquel caleidoscopio de firmas y de épocas (qué disfrute las primeras planchas de Ibáñez, las del profesor Tragacanto, el hambre insaciable de Carpanta, el tartamudeo de Petra, casi toda la obra de RAF, los tipos alargados de Coll, el dibujo ceremonioso de Opisso, el ridículo que asaltaba a la suegra de Rigoberto Picaporte y las pocas series compradas en el extranjero, como aquel “Guillermito y su voraz apetito” de rasgos británicos que solía aparecer a dos tintas).

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Los personajes de la Marvel carecían del encanto de nuestros clásicos. En cuanto al dibujo, parecían hechos en serie (¿qué diferencias notables hay en los trazos de Superman, Spiderman, Los Cuatro Fantásticos, la Masa, Batman…? ¿Y en cuanto a la dramatización de sus historias? Al final todo se resume en una cuestión de uniformes). Pedro Alcázar y Pedrín o el Guerrero del Antifaz sufrieron las limitaciones de sus ilustradores y guionistas, pero eran auténticos, al igual que El Capitán Trueno y El Jabato, que pese a beber de similares fuentes gráficas estaban dotados de rasgos personales que los convertían en nuestros modelos a seguir, espejos del héroe hispano, mucho más genuino que el globalizado de malla y superpoder.




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