España está rota, fracturada, hecha pedazos. Comenzó a quebrarse hace unos años, y mira que entonces se dieron las circunstancias para que todos los españoles camináramos juntos hacia una convivencia pacífica y constructiva. El terrorismo de ETA estaba a punto de claudicar por pura debilidad, por pura descomposición. Entonces estallaron los trenes y ni siquiera los cerca de doscientos muertos y los dos mil heridos, es decir, ni siquiera el respeto a las víctimas (horrendo colofón a los casi mil asesinados por ETA, a los heridos, a los secuestrados, a los chantajeados y a los que no tuvieron más remedio que escapar de su casa, de su entorno, de su trabajo) conmovió el corazón de quienes aprovecharon aquel inmenso dolor para rasgar España en bandas que se han hecho irreconciliables. ZP con su ceja espuria, la utilización de los cadáveres de la guerra (su abuelo en representación de los únicos caídos que merecían homenaje y reparación), la Ley de Memoria Histórica parcial, la negación de la crisis, la aceptación de los cambios en el Estatuto Catalán y la definición de “nación de naciones” para quien afirmaba que España “es un concepto discutido y discutible” y que “la tierra no pertenece a nadie, salvo al viento” (qué sonrojo…). Pues será que el viento ha hecho de las suyas, poniéndonos a unos aquí y a otros allá, a los odiados y a los odiadores, a los impostores populistas y a los que padecemos esa impostura, a los agitadores y a quienes sufren —sitiados en la dictadura del pensamiento único— las cacicadas de esos agitadores.
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Los políticos son ciudadanos a quienes entregamos la capacidad de gobernar la res pública. Su autoridad es prestada, una concesión. Pero España está rota y así resulta imposible exigir responsabilidades a quienes contravienen la ley. Ellos hacen de sus megalomanías un modo de vida a costa de nuestra debilidad, que es garantía de sus paroxismos.
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