23 oct 2004

El laicismo no es de izquierdas, por más que la izquierda lo utilice para distraer la atención ciudadana frente a otros problemas más inmediatos. Tampoco es una invención de derechas, por más que entre muchos conservadores las referencias a un génesis cristiano en el derecho y sus instituciones sea un lastre superado. El laicismo es la corporalidad de una estrategia universal, bien organizada, para que el hombre del siglo XXI sólo adore al estado del bienestar.

Cada día los periódicos anuncian nuevos pasos hacia la ciudad sin Dios. El Tribunal Federal de Leipzig (Alemania) ha prohibido a las monjas vestir hábito en el desempeño de sus labores educativas. El signo religioso ya no es una llamada a la piedad de los creyentes, sino motivo de denuncia. Un alumno, un profesor, pueden mostrar el piercing del ombligo, el tatuaje en la nalga, el corte de pelo que le identifica con cualquier tribu urbana, pero no la filiación con su credo.Al otro lado del océano, el próximo presidente del Tribunal Supremo norteamericano tendrá que decidir la suerte del texto de juramento a la bandera, pues muchos no reconocen la autoridad de Dios en un estado aconfesional. También sobre la presencia de la tabla que recoge los Diez Mandamientos, que todavía preside las cortes de justicia del país. La verdad y el honor ya no lo sustenta la fe ultraterrena, sino la religión civil, en la que el Estado es la única autoridad reconocida.

No hay principios superiores a los dictados por los legisladores: el hombre y su razón tejen la salvación de la colectividad. Los laicistas cuentan con un triste precedente en Poncio Pilato, que tuvo una gran oportunidad al conversar cara a cara con Cristo, en quien atisbó una grandeza inconmensurable. Pero le venció el racionalismo laicista de la época, al presumir de su potestad para detener aquel proceso injusto. Jesús le hizo ver que aquella potestad era prestada, pero el romano no se enteró. O no quiso enterarse.
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