Los grandes
maestros de la oración coinciden en que Dios habla en un tono de voz muy bajo.
Es más, la mayoría de ellos nos han dejado evidencias de que pasaron largos
periodos de su vida en los que parecía que su oración personal (me refiero a la
meditación cristiana, en la que el orante se enfrenta a la Eternidad en
disposición de adoración y alabanza, de petición de perdón y solicitud de
prerrogativas, en continua acción de gracias) no recibía respuesta, un fenómeno
que los expertos han venido a denominar «el silencio de Dios». San
Juan de la Cruz, más poético, lo llama «la noche oscura del alma», de la
que la santa Teresa de Calcuta dejó un larguísimo testimonio particular —una
agonía secreta que comenzó al poco tiempo de fundar su orden y finalizó en el
momento de su muerte— en la colección de cartas publicadas bajo el
significativo título «Ven, sé mi luz».
Parece como si Dios
no quisiera ponérselo fácil a los hombres decididos a buscarle con constancia y
fidelidad. Parece como si disfrutara jugando al gato y al ratón. Parece como
si, no contento con tener tan pocos amigos en la tierra, fuese cruel con
aquellos que le aman.
Quienes llevan
tiempo en la práctica del trato íntimo con Jesús —incluso con las tres Divinas
Personas, con la Santísima Virgen y con los santos, porque la oración de
contemplación tiene un amplio abanico de posibilidades—, aseguran que ese
aparente silencio no es un juego sino de la principal característica con la que
Dios ama: la gratuidad. Si el suyo es un amor gratuito, que no está forzado por
ninguna circunstancia, el de los hombres que le siguen debe parecerse. Y,
claro, a un Dios que se manifestara constantemente de forma extraordinaria
habría que quererle sí o sí. Por eso su mutismo, o su silencio, ese hablar con
la brisa que tan bien describe el primer Libro de los Reyes, de tal modo que el
cristiano no sea distinto al resto de los hombres: le basta la Gracia para
creer, para esperar, para amar a pesar de la ausencia de respuestas, por más
que las respuestas de Dios se nos regalen por doquier.
Rescato el recuerdo
de mis abuelas, que rezaban sin esperar respuesta ni resultado. Recuerdo a las
dos mientras desplegaban el rosario sobre su regazo —me viene a la memoria el
sonido de las medallas al entrechocar entre sí—, las recuerdo en su oración
silenciosa, un Avemaría detrás de otro a la par que nos veían ir y venir. Uno
podía pensar que la frecuencia de su oración era una manía de mujer vieja,
porque a determinadas horas de la tarde se hacía una constante su pasar
paciente de las cuentas —una decena y un nuevo Padrenuestro—, así como el beso
repetido al crucifijo del que pendían todas aquellas semillas de oliva.
Se ha
caricaturizado con abuso la oración de las mujeres mayores. Se ha pretendido
hacernos creer que su apego al rosario es producto de una deformación de
conciencia, de una confianza enfermiza en un más allá que nunca se hacía
presente en el más acá. En las viñetas de los periódicos no pocos dibujantes
hacen de ellas esperpentos, beatas, meapilas que antes de enfrentarse a los
desengaños de la realidad prefieren invocar a todas las advocaciones de la
Virgen, al listado enciclopédico de todos los mártires y santos. Por si fuera
poco, la literatura, la televisión, el cine ha unido a ese bisbiseo del rosario
una natural tendencia a la maledicencia, como si la calumnia y la difamación
fuesen el apéndice correspondiente a cualquier Amén.
Mis abuelas, como
tantas abuelas, no fueron beatas sino cristianas consecuentes. Por eso nadie
las recuerda por la ligereza con que empleaban la lengua para despellejar la
fama del vecino, ni por hacerse cruces cada vez que alguien les venía con una
noticia sorprendente para su tiempo. Ellas observaban el paso numeroso de los
años, los aciertos y errores de sus hijos y sus nietos, el devenir de un mundo
que en muchos aspectos había perdido el rumbo, y rezaban. Rezaban en silencio,
respetando la libertad de aquellos que las acompañábamos, sin esperar respuesta
ni resultado a sus peticiones (¿cuántas Avemarías elevaron junto a mi
nombre?...), pacientes y confiadas porque Dios habla bajito, actúa bajito,
espera bajito y acoge, junto a la Virgen y a los santos, las flores de los
rosarios desgranados con la sonrisa del mejor de los padres.
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