Los ladridos han tapado los llantos y las risas de la chiquillería en la ciudad de Lugo. Son ladridos de toda clase: secos, como los de un mastín; impertinentes, como los de un chihuahua; agresivos, como los de un doberman; estúpidos, como los de un yorkshire; inteligentes, como los de un perro de lanas; fieles, como los de un labrador; humildes, como los de un galgo… Los llantos y las risas de los niños, sin embargo, apenas se escuchan tras ese concierto animal. Y los parques, antaño paraíso urbano para los infantes lucenses son un cagadero urbano para las huestes de canes que han pintado la urbe también de orines, en recorridos que nadie ve pero que ellos reconocen gracias a su pituitaria.
Hay muchas viviendas en Lugo que tienen uno, dos y hasta tres perros. Hay muchas más viviendas en Lugo en las que no hay niños ni adolescentes. Pienso en la ausencia con la que estos y aquellos entristecen los pisos y los chalés, pienso en los canes que han llegado para ocupar su puesto. Han recibido, nadie sabe por qué, la categoría de hijos, en cuyo bienestar los lucenses —los españoles de todos los lares— gastan cerca de mil euros anuales, mil, entre seguros, vacunas, cirugías varias, revisiones, piensos, aperitivos, regalos, vestidos, disfraces, pasajes en avión, tren y autobús, hoteles para mascotas, hoteles para humanos que aceptan mascotas (a cambio de una tarifa más bien alta) y cementerios específicos con servicio funerario y toda clase de objetos a modo de memoria.
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En Lugo hay más perros que niños y adolescentes juntos. Lo dicen las estadísticas y el padrón después de cotejar que sus vecinos han renunciado a reproducirse en favor de la reproducción de sus mascotas. Calculen la desproporción si también sumamos gatos, pájaros, peces, roedores, reptiles, insectos y cualquier otro animal que pueda comprarse en el mercado.
Un día los perros de Lugo tomarán el poder, como en el “El planeta de los Simios”, y el hombre, estúpido ser racional, pasará a convertirse en animal de compañía.
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