25 dic 2009

Estaba poniendo todo su esmero en preparar aquel escaparate. Los demás comercios de la calle quedarían velados por un manto de mediocridad ante la elegante explosión de colores y formas que ocuparían aquellos metros cuadrados protegidos por un grueso cristal blindado. Aunque afuera todo continuara siendo gris, parecería que la vida se concentraba en el interior de aquel expositor gracias a la estratégica colocación de unos focos que exhalaban una cegadora fuente de luz, a la ubicación calculada de unos muebles provenzales y a los maniquíes que iban a lucir las mejores piezas de la última colección.

Aquella composición resaltaría gracias a unas piezas de seda salvaje que había comprado en Bombay. Los tintes exóticos cautivarían las miradas cansinas de los transeúntes que vuelven a casa después de una jornada extenuante en la oficina, el taller, el hospital, el colegio, el laboratorio…, induciéndoles a posar los ojos en su ropa nueva, distinguida, exclusiva y cara, y a gastar los cuartos, incluso cuando la crisis aprieta. Porque aquel escaparate iba a estar dotado de magia: sabría arrancar los billetes de las carteras ajenas, provocaría una suerte de tentación colectiva. Gracias al modo de mostrar los productos textiles de su tienda, las ventas iban a multiplicarse hasta convertir aquella Navidad en un hito. Los billetes de dos ceros caerían en la caja como los copos de nieve artificial con los que había comenzado a sembrar la tarima. Era un producto importado de Londres que imitaba a la perfección el brillo azul de un manto escarchado, otro guiño que convencería a los curiosos de que en aquel local sólo se vendía lujo, carisma y exclusividad.
Colocó en el centro una mesa redonda lacada en rojo. Sobre ella, dos copas de champagne y una botella de importación, de la marca que deberían beber quienes se vistieran con la ropa de su casa de modas. Después salió a la calle para estudiar los avances de su obra. Sonrió al considerar que había prescindido de lo obvio: en su escaparate no había bolas de cristal de colores, ni un abeto decorado ni, mucho menos, tiras de horrible espumillón. Tampoco un portal de Belén, porque la Navidad representada por figuritas de barro simboliza lo antiguo, rancio y pobre, la celebración de las familias que con la llegada de los tiempos difíciles se aprietan el cinturón y pasan de largo ante el fulgor de tiendas como la que ella estaba terminando de arreglar.

Volvió al interior de aquella pecera, convenciéndose a sí misma de que las fiestas se habían creado para el dispendio sin control, para el exceso en todos los órdenes, para que su caja registradora no terminara nunca de abrir y cerrar su boca metálica hasta pasado el ocho de enero. Después sabría aprovechar las oportunidades que ofrecen las rebajas y se desprendería del género de la temporada anterior, arrumbado en el almacén. Cambiaría el escaparate, buscaría otro mensaje y convertiría aquella ventana, de nuevo, en el mejor señuelo para cazar la voluntad de los compradores impulsivos. La caja continuara llenándose las tripas de papel moneda y la terminal de las tarjetas de crédito seguiría echando humo, hasta fundirse de tanto rascar bandas electrónicas.

Dos leves golpes en el cristal rompieron sus ensoñaciones como si éstas fueran pompas de jabón. Volvió la cabeza y descubrió, con desasosiego, la mirada penetrante de una mujer que portaba a un niño chico sujeto por un pañuelo de colores atado a sus costillas. Era una gitana que mendigaba, a juzgar por sus gestos –se llevaba la mano derecha repetidamente a la boca-, un poco de dinero.

De inmediato consideró que su escaparate no se merecía semejante espectador. Dispuesta a ahuyentarla, saltó de la tarima al suelo y dio una ligera carrera hasta la caja registradora. Apretó el botón de apertura y tomó un par de monedas de cobre. Volvió sobre sus pasos hasta la puerta acristalada del local.

-Toma y márchate –le dijo con malos modos después de empujar las bisagras lo justo para que le cupiera la mano con la calderilla-. No quiero que me espantes la clientela.

Aguardó junto a la puerta a que la madre gitana se confundiera entre el tráfago de viandantes. Después sacudió la cabeza, como si necesitara olvidar aquella mirada dañina, y volvió a subir al escaparate. Para su sorpresa, entre la nieve espolvoreada descubrió algo. Al agacharse, para distinguirlo mejor, sintió un escalofrío. Con el pulso tembloroso fue capaz de desenterrar una figurita de arcilla. Era un niño envuelto en pañales al que, con trazo tosco, se le distinguía en la carita la curvatura de una sonrisa.

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