2 jul 2005

A los novios que se acercan a la fecha de su boda, suelo advertirles del peligro de las discusiones que despiertan los detalles de la ceremonia y el posterior convite. En mi caso, a cuenta de un arco de flores en la puerta de la iglesia, estuvo a punto de arder Roma. Ella quería y yo no, porque mi presupuesto para el casorio lo tenía más que consumido. Otras veces la guerra se inicia por algo tan nimio como la elección del postre o la disposición de las mesas de los invitados, y más si la madre y la futura suegra enredan con comentarios sazonados de hiel. Así que cuando las cosas se ponen feas, lo mejor es tirar por la calle de en medio: dejar hacer y rogar para que el día de marras llegue lo antes posible.

En los anales de las bodas singulares se recogen todo tipo de anécdotas, algunas tristes como aquella en la que los invitados se dividieron como si se encontraran en un campo de batalla. El primer proyectil fue la peineta de la madrina. Después vino un zapato del consuegro. Más tarde, una pata de cordero y todo acabó con la botella de champán, que fue a estrellarse sobre la cabeza del celebrante, pobrecito mío, que nada tenía que ver con aquella refriega, un desahogo después de tantos meses de retos y enfrentamientos a causa del color de las invitaciones, de la marca de los puros y del detallito para los comensales.Del matrimonio lo importante viene después. Y no me refiero a la noche de boda, que cuando el novio ha bebido en demasía se resume en una colección de ronquidos macerados en alcohol, sino a la rutina que comienza cuando la luna de miel se acaba. Para entonces nadie recuerda tus desvelos por colocar en cada silla una guirnalda dorada o por que en mitad del baile cayeran seiscientos globos de colores. Si no te convencen mis argumentos, haz la prueba: amenaza con el álbum y el vídeo de tan entrañables momentos y verás a tus amigos escaparse como anguilas.

Todos conservamos divertidos recuerdos de las bodas a las que hemos asistido e, incluso, de la que protagonizamos. Por ejemplo, en el enlace de un conocido me presenté directamente en el banquete, que se celebraba de noche y en un jardín mal iluminado, lo que sin duda permitiría pasar desapercibida mi ausencia durante la celebración del sacramento. Le pregunté a un camarero por mi sitio y me respondió que estaban todas las mesas ocupadas, salvo la de los novios. Y allí cené, muerto de vergüenza y sin gana alguna de probar aquella colección de platos floridos.

Otra vez se celebraba una boda en el campo. Llevaban meses preparando la finca con todo tipo de detalles, cada cual más original. Pero el día de la boda amaneció nublado. A partir de las diez de la mañana, comenzaron a sucederse las tormentas, cargadas de viento, agua y electricidad. A pesar de las carpas, la lluvia se colaba a raudales. Los invitados no tuvieron más remedio que colocarse la servilleta sobre la cabeza mientras en sus platos nadaba la cola de un bogavante. Sin que nadie lo advirtiera, en uno de los doseles se formó una piscina que, de pronto, estalló sobre una mesa de banqueros y gente de poder, a quienes daba lástima contemplar como si fuesen pollos mojados. En fin, un desastre, aunque lo que importa, pasados los años, es que aquel matrimonio que nació entre la revolución de los cielos, sigue muy unido.

Alrededor de las bodas ha surgido una industria sorprendente. Hemos pasado del convite en el atrio de la iglesia con la que nuestros abuelos festejaban sus esponsales, a ensayos de bodas hindúes, ya saben, esas que duran cinco días con sus noches de ágapes y fiesta. Los novios buscan originalidad (llevar al banquete un tigre de bengala o un chimpancé que, sin querer, se escapa y acaba por arrancarle el peluquín a uno de los invitados insignes de tu suegro), distinción (¿en qué menú que se precie no hay cinco platos?) y baile que dure y dure (en algunas he escuchado al coro en la iglesia, un cuarteto de cuerda durante el aperitivo, mariachis a los postres, el vals de rigor, flamenquito en directo, música de discjockey y orquesta con canciones de los sesenta). Todo este despliegue de medios, que es muy caro, no pierde su razón de ser cuando quienes contraen matrimonio son conscientes de que lo importante no es la jarana, sino la promesa de amor que se han hecho, en la salud y en la enfermedad, con mariachis o sin ellos.
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