16 oct 2009

Gregorio López-Bravo fue ministro de los últimos gobiernos del General Franco, ajeno a la grandilocuencia del régimen e incansable y honrado trabajador. Sus virtudes humanas le propiciaron la fidelísima amistad de gente de las más diversas condiciones y hasta muy lejana a su modo de entender la vida y la política. Dicen, quienes le trataron, que daba ejemplo constantemente pero sin pretenderlo, con una alegría desbordante que en nada dificultaba un escrupuloso cumplimiento del deber.

La mayor de las hermanas de mi padre y su marido le trataron mucho en el entorno de su intimidad. Sabían que López-Bravo era un hombre con la agenda más que cerrada, lleno siempre de compromisos de altísimo nivel. Pues bien, un día operaron a mi padre con apenas treinta años por una disfunción bastante grave que le retuvo en el hospital un par de semanas. Durante quince días, todas las noches, cuando la mayor parte de las familias se entregaban al sueño, un ministro surcaba a paso raudo el recibidor semivacío de la Concepción para acompañar, durante unos minutos, a aquel joven paciente y a su mujer antes de volver a su casa en Somosaguas, que había abandonado antes de rallar el alba.Luis Valls-Taberner, presidente del Banco Popular, no aceptaba regalos. Tampoco asistía a saraos, cócteles ni cenas. Pasaba la mayor parte de la semana encerrado en una casa de campo en la que podía trabajar en paz, lejos de los guiños complacientes que generaba su cargo. Una vez que fue distinguido como el banquero más elegante, ante la curiosidad manifestada por un periodista sobre las dimensiones de su armario, confesó que sólo poseía tres trajes.

Contrastan estas dos anécdotas con el sumario del caso Gürtel, ante el que es difícil no sentir rubor, indignación y una profunda lástima por semejante escenificación de la codicia. Es la representación exacta de en lo que termina por convertirse el hombre cuando se deja emborrachar por el dominio fácil que ofrece el poder. Aprovechar una situación ventajosa en la administración pública para que vengan y vayan trajes a medida, viajes de lujo, automóviles de gran cilindrada, relojes de anuncio y fiestas privadas con todo tipo de excesos parece algo propio de casta bananera. Es el eco de ese miserable ritornello del “y de lo mío, qué…” con el que los sinvergüenzas siempre han querido cobrarse las malas artes de sus favores, ignorando la esencia del servicio público, que no es otra que el sacrificio de uno mismo en beneficio del bien común.
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