30 ene 2017

Considero que con la mala alimentación a la que vivió entregado Ignatius J. Reilly —quienes hayan leído “La conjura de los necios” recordarán sus atracones de salchichas, los cubos de palomitas con los que se atiborraba durante las proyecciones del cine del barrio, las cucarachas que arañaban las baldosas de su cocina...—, la válvula estomacal que tanto le hizo sufrir (su cuerpo era una cisterna de gases) terminó por reventarle, de modo que el inolvidable personaje de John Kennedy Toole lleve un tiempo criando malvas. Sería una lástima, pues nadie como él se engolfaría más y mejor ante las bravatas que cada día nos regala el presidente Trump, quien reúne todos los atributos (externos e internos, manifestados e imaginables) para haber formado parte de aquella hilarante novela que, según mi apreciación, tiene sorprendentes vínculos con el humor de Jardiel Poncela, que en “Amor se escribe sin hache” aventuró el premio Pulitzer que recibiría el libro del escritor suicida.

Me basta recopilar las disposiciones de los primeros días de gobierno del magnate del flequillo platino, para imaginarme al voluminoso Reilly tocando insistentemente al timbre de la Casa Blanca, la cabeza embutida en la misma gorra verde de cazador con orejeras, repleta de brillos pulidos por el tiempo, las canas del bigote disimuladas con betún y debajo del brazo una carpeta con las ideas que a lo largo de los años ha recopilado en la oscuridad ratonil de su cuarto para la construcción de una nueva América. Apuesto a que Trump y el personaje de Toole habrían hecho muy buenas migas. Incluso que Mr. President no pondría reparo en que Ignatius decorara el despacho oval con sus mejores recortables. Así que maldita válvula, malditos gases, maldita alimentación.


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