Considero que con
la mala alimentación a la que vivió entregado Ignatius J. Reilly —quienes hayan
leído “La conjura de los necios” recordarán sus atracones de salchichas, los
cubos de palomitas con los que se atiborraba durante las proyecciones del cine
del barrio, las cucarachas que arañaban las baldosas de su cocina...—, la
válvula estomacal que tanto le hizo sufrir (su cuerpo era una cisterna de
gases) terminó por reventarle, de modo que el inolvidable personaje de John
Kennedy Toole lleve un tiempo criando malvas. Sería una lástima, pues nadie
como él se engolfaría más y mejor ante las bravatas que cada día nos regala el
presidente Trump, quien reúne todos los atributos (externos e internos,
manifestados e imaginables) para haber formado parte de aquella hilarante
novela que, según mi apreciación, tiene sorprendentes vínculos con el humor de
Jardiel Poncela, que en “Amor se escribe sin hache” aventuró el premio Pulitzer
que recibiría el libro del escritor suicida.
Me basta recopilar
las disposiciones de los primeros días de gobierno del magnate del flequillo
platino, para imaginarme al voluminoso Reilly tocando insistentemente al timbre
de la Casa Blanca, la cabeza embutida en la misma gorra verde de cazador con
orejeras, repleta de brillos pulidos por el tiempo, las canas del bigote
disimuladas con betún y debajo del brazo una carpeta con las ideas que a lo
largo de los años ha recopilado en la oscuridad ratonil de su cuarto para la
construcción de una nueva América. Apuesto a que Trump y el personaje de Toole
habrían hecho muy buenas migas. Incluso que Mr.
President no pondría reparo en que Ignatius decorara el despacho oval con
sus mejores recortables. Así que maldita válvula, malditos gases, maldita
alimentación.
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