Hemos hablado tanto
de la crisis económica (que tanto daño nos ha hecho), que parece que pasamos
por alto una crisis aún mayor, que tiene sus inicios —qué ironía— en aquel
tiempo en el que la palabra “libertad” saltaba de boca a en boca. El idealismo
de un mundo sin mandamases estaba cargado de sentido. De hecho, aquella
revolución con flecos en los ruedos del pantalón resultaba de lo más sugerente.
Europa parecía haber cumplido la mayoría de edad. Por eso había pasado
definitivamente el tiempo de los generales, que habían marcado el paso marcial
de una sociedad encogida a causa de las guerras.
El problema fue que
los ideólogos de aquella libertad habían hincado las uñas en un individualismo
feroz, así como en la ebriedad de los excesos como marca de la casa. Sus
alegatos crearon la confusión de identificar la susodicha libertad con la
democracia, como si lo único importante para vivir en común fuese depositar una
papeleta en una urna cada equis años. Del resto se encargaba cada sujeto como
mejor le pareciera, lo que provocó una explosión de hedonismo de la que,
pasados varios decenios, estamos mortalmente enfermos.
Si España es un
vodevil de ladrones de guante blanco, si España es un asqueroso circo de
corazones de papel, si España es un erial de nacimientos, si España es una
interminable sucesión de sucesos machistas, si España es el paraíso del consumo
de drogas, si España es el desiderátum del sexo vacuo, si España es el reino de
las taifas, si España es el país de los subsidios… es porque no nos hemos
detenido a analizar qué es la libertad: qué nos da y qué nos exige.
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