El día que se
publiquen estas líneas, me encontraré muy lejos del lugar donde habitualmente escribo
—no es otro que mi despacho, en mi casa; nada de exotismos—, pues tengo
previsto un viaje que me devolverá al corazón de África (si es que África no
tiene múltiples corazones, dependiendo del camino por el que se aborde), imán
que tira de mí desde que, con diecisiete años, puse los pies por primera vez en
el suelo gredoso de Nairobi.
Iba a señalar que
la razón del viaje es lo de menos, pero no es cierto. Uno no debe viajar así
porque sí, salvo que se trate de un ir y venir por trabajo, de un viaje para
realizar gestiones de mayor o menor calado, que lo mismo podrían resolverse con
un encuentro intelestelar en la pantalla, ahora que la tecnología permite
semejantes avances y ahorros.
El viaje ha de
tener un motivo. Como casi todo en la vida. El principal —por no decir el
único— no es otro que conocernos mejor. Conocernos a nosotros mismos, digo. El
viajero al propio viajero. El viajero a sí mismo, tal como suena. Porque los
paisajes, los monumentos, las obras de arte —si las hubiera— hace mucho que las
tenemos secuestradas en las enciclopedias (en las de papel y en las virtuales).
Quizá por eso me resulta decepcionante el turismo del ir para ver, fotografiar
y tocar. No: nosotros debemos ser el punto de partida, de destino y de llegada.
Nosotros lejos de nuestro ambiente, de nuestras querencias, de nuestras
seguridades. Nosotros enfrentados a un mundo distinto que nos exige, sí o sí,
amoldarnos a las necesidades y exigencias de los demás, algo que en nuestra
guarida no es habitual.
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