España es un país de raigambre católica, como una vez más nos han demostrado
las imágenes de una Semana Santa que ha recorrido el país de cabo a rabo. Basta
que las imágenes comiencen a “procesionar”, para que nos reconozcamos en lo que
va unido a la madera tallada: la fe de nuestros padres, o de nuestros abuelos o
de las generaciones que fueron, y fueron cristianas. Pretender arrancar de los españoles esta
herencia (actualizada y vivida, además, de manera habitual por millones de
ellos) es empeñarse en no querer ser lo que somos, en no querer comprendernos.
Mientras las realidades ideológicas se marchitan —lo mismo da referirme al
Antiguo Régimen, a la constitución de Cádiz, a las desastrosas repúblicas, a la
dictadura o a esta democracia del 78—, con un coste altísimo de vidas, el
catolicismo se ha mantenido y se mantiene porque está enraizado, diga lo que
digan los barómetros sociológicos, los programas mamporreros de televisión o
los partidos políticos que desdeñan la cruz. Incluso los siglos en los que los
moros se pasearon a gusto por la Península quedaron para los libros de Historia
gracias a la cruz, cuando la la piel de toro era la urbanización de lujo para
los aristócratas de las tribus del norte de África.
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Otra cosa es el nivel de compromiso de los católicos españoles, la caída en
la práctica religiosa, la disolución de la fe en la res pública o el triste y decadente acostumbramiento de la sociedad
a actividades inhumanas legisladas en aras de la Libertad de Occidente. Hay
crisis de fe, es innegable. Mejor dicho: son muchos los españoles que viven
como si Dios no existiera. Pero llega la Semana Santa y… la sal del mundo
sazona de nuevo la añoranza de un pueblo que reconoce y necesita de la
trascendencia.
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