17 abr 2017

España es un país de raigambre católica, como una vez más nos han demostrado las imágenes de una Semana Santa que ha recorrido el país de cabo a rabo. Basta que las imágenes comiencen a “procesionar”, para que nos reconozcamos en lo que va unido a la madera tallada: la fe de nuestros padres, o de nuestros abuelos o de las generaciones que fueron, y fueron cristianas. Pretender arrancar de los españoles esta herencia (actualizada y vivida, además, de manera habitual por millones de ellos) es empeñarse en no querer ser lo que somos, en no querer comprendernos. Mientras las realidades ideológicas se marchitan —lo mismo da referirme al Antiguo Régimen, a la constitución de Cádiz, a las desastrosas repúblicas, a la dictadura o a esta democracia del 78—, con un coste altísimo de vidas, el catolicismo se ha mantenido y se mantiene porque está enraizado, diga lo que digan los barómetros sociológicos, los programas mamporreros de televisión o los partidos políticos que desdeñan la cruz. Incluso los siglos en los que los moros se pasearon a gusto por la Península quedaron para los libros de Historia gracias a la cruz, cuando la la piel de toro era la urbanización de lujo para los aristócratas de las tribus del norte de África.

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Otra cosa es el nivel de compromiso de los católicos españoles, la caída en la práctica religiosa, la disolución de la fe en la res pública o el triste y decadente acostumbramiento de la sociedad a actividades inhumanas legisladas en aras de la Libertad de Occidente. Hay crisis de fe, es innegable. Mejor dicho: son muchos los españoles que viven como si Dios no existiera. Pero llega la Semana Santa y… la sal del mundo sazona de nuevo la añoranza de un pueblo que reconoce y necesita de la trascendencia.

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