3 abr 2017

El toque de atención que la mesa del Congreso ha dado a los diputados de Podemos, para que «moderen sus formas» (cuántos miedos se cubren con eufemismos), viene a recordarnos que vivir en sociedad tiene sus reglas. Poco importa que se trate del hogar, el colegio, la universidad, la oficina o ese gallinero en el que nuestros representantes buscan el efectismo que bien vale un titular. Decir de Podemos que es un partido representado por una pandilla de maleducados no es recurrir al odio, al extremismo ni a la exageración. Pablo Iglesias es un profesional de la interrupción y el «y tú más» desde que alguien tuvo la ocurrencia de invitarle a un plató. No hay que olvidar que se trata de un asambleario comunista especializado en la vociferación de la demagogia. Supongo que los números con los que los suyos dan colorido a los debates parlamentarios (un tendedero de camisetas —¿por qué esa manía de “customizar” el corazón de nuestra democracia— que podrían cambiar por ropa interior) parten de su coleta, ya que él es el único guía —por decreto— de su bancada.

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La mala educación es el signo de quien no sabe convivir. Por decirlo al revés, la buena educación es el conjunto de virtudes de quien trata a sus semejantes (próximos y lejanos) con consideración. Por eso no me gustan los diputados que suben a la tribuna con la indumentaria del que sale de excursión. A algunos les falta dejar el bocadillo de sardinas y la cerveza sobre el atril. Por eso me desagradan la jactancia, el victimismo y el exabrupto de quienes hacen de la representación del pueblo un espectáculo de fonda. Por eso me resulta inadmisible que un diputado —enseñado por su jefe o, al menos, autorizado por su jefe— se encare con un ministro enarbolando la fotografía de un delincuente al que dan trato de héroe.

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