5 jul 2017

Entiendo que la Iglesia, observada como una institución meramente humana, genere controversia. En ciertos países arrastra el peso de muchos años de clericalismo, es decir, del abuso de poder de ciertos clérigos que sobrepasando sus funciones ministeriales diseñaron la vida pública y privada de los fieles, en los que tenían todo menos confianza. Es viejo el ejemplo, pero ilustrativo: si el cura se sentaba a la mesa de la taberna a jugar al dominó, qué menos que dejarle ganar o que no cobrarle las rondas. Y a partir de ahí, todo lo que se nos venga a la imaginación.

Muchos sacerdotes han jugado un papel definitivo en la libertad y el reconocimiento de la dignidad de sus fieles, y a ellos elevo mi aplauso. Pero prefiero el deambular de los cristianos de a pie en mil y una actividades, actuando según los dictados de su conciencia, como los Hechos de los Apóstoles nos cuentan que hacían aquellos laicos que —sin renunciar a sus derechos civiles— le dieron la vuelta al Imperio como si el mundo conocido fuera un calcetín. Por eso resulta tan atractivo el ejemplo de su santidad, en aquellos casos que la Iglesia la ha consignado, reconocido y proclamado: madres de familia en los altares, padres de familia en los altares, hombres y mujeres sin rarezas, sin dones extravagantes, que no realizaron milagros hasta después de muertos y porque así se lo pidieron (con el fervor popular que despertaba el ejemplo de su vida normal y corriente) aquellos que empezaron a venerarlos.

Que vengan santos, muchos santos, con traje talar y hábito, confesores, teólogos, religiosos y religiosas, pues también son faros para la humanidad. Es el pueblo quien, por propia iniciativa, multiplica su justa fama de hombres y mujeres intercesores de la Gracia de Dios. Pero, sobre todo, que vengan santos de chaqueta y corbata, de zapatos de tacón, de bata blanca de hospital y laboratorio, de pelo largo de artista, de equipo deportivo, de parlamento y escoba barrendera, de campo y de ciudad, amantes de los animales o de las computadoras, casados y solteros, nietos, hijos, padres y abuelos, sonrientes, bilingües, cumplidores con el fisco, divertidos, cuajados de amigos, optimistas, soñadores o pegados, bien pegados a la realidad.

La Iglesia desde el testimonio de los santos es apasionante. De hecho, los santos son los hijos de la esposa de Cristo con todas las de la ley. Son su razón y su objetivo, porque también son el medio de su universalidad, de ese poder de contagio de un mensaje por el que merece la pena jugárselo todo, entre quienes duermen en la tibieza aburrida y entre quienes todavía no conocen a Jesús, porque los santos son el reflejo más nítido de aquel hombre que recorrió Palestina haciendo el bien, traducido a mil y una circunstancias.

Francisco acaba de firmar una Carta Apostólica en forma de Motu Proprio sobre el ofrecimiento de la vida, que pone de actualidad que «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos», especialmente quien de manera consciente, voluntaria y libre ha entregado su vida por los demás y perseverado hasta la muerte en este propósito.

En España tenemos el ejemplo reciente de Ignacio Echeverría, católico cabal asesinado durante un atentado terrorista en Londres. Gracias a su valentía consiguió salvar a un policía de las puñaladas de un integrista musulmán. En mi experiencia guardo a Santiago Eguidazu, que falleció en las aguas africanas de Mombasa por rescatar a un muchacho que se ahogaba entre las olas. Sobre él escribí la primera de mis novelas. Ignacio y Santi son estímulo que colocan la santidad en la vanguardia de lo imprescindible.






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