Juan y Medio es simpático, rápido en la concatenación de sus habituales
chascarrillos y cercano al público, especialmente al que ha pasado el friso de
los setenta y a los niños, aunque escribo por aproximación, ya que estoy lejos
de interesarme por aquello que se llamó «la caja tonta». Sé que
es un profesional abonado a la parrilla de Canal Sur desde que el mundo es
mundo. En sus platós ha pintado la mayoría de sus canas. Conduce espacios
amables, destinados a un público sencillo, no demasiado exigente en el
contenido de los guiones o la calidad de los invitados. Le he visto ataviado de
esmoquin con motivo de algún programa de variedades —presentando a artistonas de bata de cola—,
protagonizando esas galas interminables que giran alrededor de las bromas de
cámara oculta y felicitando el nuevo año, copa de cava en ristre.
La rápida difusión de lo grotesco a través de las redes, nos ha permitido
conocer unos minutos en los que, en directo, ha acosado tijera en mano a una de
sus colaboradoras, a la que ha cortado la falda entre el jolgorio del público
de autobús y bocadillo, sin que lleguemos a comprender su intención. Nada
nuevo, me parece, en el día a día de las televisiones, que pasaron de emitir
bailes regionales en blanco y negro a mostrarnos la coyunda verbal, mímica,
vulgar y mal intencionada de un abanico de sujetos prescindibles.
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No existe imagen más devastadora de nuestra modernidad, que el de una
hilera de ancianos aparcados en cualquiera de las residencias de nuestro país
frente a un televisor en el que barraganes y barraganas flamean su corazón
podrido. Esos abuelos se habrán merendado el ataque hormonal de Juan y Medio
con sus tijeras, y no habrán movido una ceja, pues es más de lo mismo.
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