4 sept 2017

Veraneo en el verdor de la España húmeda, allí donde la lluvia no se comenta porque forma parte de lo habitual, de lo razonable. Llueve porque tiene que llover. Llueve para que el forraje esté siempre verde. Llueve porque ese rasgar de nubes es alimento para los bosques. Llueve porque el mundo —lo ven desde niños— se aviva con el agua del cielo. Llueve para que la borrasca se lleve el detrito de los veraneantes, ruidosos y movidos, siempre con prisas, coche va coche viene, sin tiempo para sentarse al abrigo de un tejado para ver llover sobre el telón de julio y agosto, meses en los que el celaje gris apenas se ha tomado respiro.

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Por eso el regreso a través de Tierras de Campos, cruzando el mar de las mieses cosechadas, hacia Madrid, que es un gigante tumbado en mitad de la Meseta, es un viaje sobrecogedor a través de las fiebres de la canícula. Así lo expresaba la menor de mis hijas, al asomarse esta mañana al descampado que está frente a mi casa: «Papá, ¿lo han quemado las llamas o lo ha quemado el sol?». Ella se marchó en un junio tardío en el que todavía quedaba alguna espiga jugosa, y acaba de volver en este septiembre en el que la vida es un erial de pasto agostado, como si los rayos impenitentes se hubiesen echado a dormir allí donde en primavera crepitaba la vida.

Mis hijos tienen todavía el reflejo de la España verde en los ojos. Yo también, y no quiero que me desaparezca, pues la intensidad de ese color disfraza los contados y amarillos parches de naturaleza que desafían al cemento de la gran ciudad, salvo en aquellos parques a los que beneficia la generosidad del riego nocturno.



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