Veraneo en el verdor de la España húmeda, allí donde la lluvia no se
comenta porque forma parte de lo habitual, de lo razonable. Llueve porque tiene
que llover. Llueve para que el forraje esté siempre verde. Llueve porque ese
rasgar de nubes es alimento para los bosques. Llueve porque el mundo —lo ven desde
niños— se aviva con el agua del cielo. Llueve para que la borrasca se lleve el
detrito de los veraneantes, ruidosos y movidos, siempre con prisas, coche va
coche viene, sin tiempo para sentarse al abrigo de un tejado para ver llover sobre
el telón de julio y agosto, meses en los que el celaje gris apenas se ha tomado
respiro.
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Por eso el regreso a través de Tierras de Campos, cruzando el mar de las
mieses cosechadas, hacia Madrid, que es un gigante tumbado en mitad de la
Meseta, es un viaje sobrecogedor a través de las fiebres de la canícula. Así lo
expresaba la menor de mis hijas, al asomarse esta mañana al descampado que está
frente a mi casa: «Papá, ¿lo han quemado las llamas o lo ha quemado el
sol?». Ella se marchó en un junio tardío en el que todavía quedaba
alguna espiga jugosa, y acaba de volver en este septiembre en el que la vida es
un erial de pasto agostado, como si los rayos impenitentes se hubiesen echado a
dormir allí donde en primavera crepitaba la vida.
Mis hijos tienen todavía el reflejo de la España verde en los ojos. Yo
también, y no quiero que me desaparezca, pues la intensidad de ese color
disfraza los contados y amarillos parches de naturaleza que desafían al cemento
de la gran ciudad, salvo en aquellos parques a los que beneficia la generosidad
del riego nocturno.
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