24 sept 2017

México es una nación apasionada. Parece el lema de una campaña publicitaria, pero lo siento así. A pesar de que sólo he tenido ocasión de visitar el país en una ocasión, me bastó asomarme a la mirada dulce de la Señora de Tepeyac, milagrosamente sostenida sobre la tilma de san Juan Diego, para convertirme en guadalupano. María recoge a todos los pobres del continente (¡que han sido y son millones!), a esos cristianos sufrientes que están reflejados en los ojos de la Emperatriz de América.

Supe del amor de Enrique Ponce, el torero, por la Virgen de Guadalupe, de las experiencias milagrosas que ha vivido —también junto a Paloma, su esposa— en el camarín donde cada noche se recoge la venerada imagen. Al narrarlas, Enrique transmite la misma emoción con la que conduce hasta el cerro a sus amigos que visitan el Distrito Federal, para que también queden cautivados por esa Morenita encinta.

Ponce es el “consentido”, que es como apodan en la Monumental a aquellos matadores que disfrutan de un idilio con el público que llena sus tendidos. Es difícil lograr ese favor. Pero mucho más complicado es mantenerlo durante tantos años. Pero esto pertenece al ámbito de la Fiesta, y aquí no puedo entretenerme en ponderarlo, por más que los toros me gusten a rabiar.

Al colegio de Madrid donde estudian sus hijas, Enrique y Paloma han regalado un palio para que el sacerdote lo coloque sobre el cáliz durante la celebración de las misas de fiesta. En el palio —no podía ser de otro modo— hay engarzada una imagen en plata de la Emperatriz, traída directamente de Tepeyac.

La Morenita preside la capilla que Ponce coloca en el hotel antes de salir al ruedo. Supongo que le reza para que ni él ni sus compañeros sufran ningún accidente en la plaza. Es consciente de que lleva más de treinta años enfrentándose a la muerte. Incluso la ha visto de cara: no solo tiene el cuerpo lanceado a cornadas, sino que es contemporáneo a un puñado de toreros que han perdido la vida en la arena. Es el precio altísimo por ejercer ese oficio en el que la estética y el valor deben vérselas con la irracionalidad de un animal peligrosísimo. Quizá por eso Enrique entiende que la vida está ligada a la muerte, lo que no es una tragedia desde los ojos de la fe.

«Qué distinto es morir cerca de Dios», me decía. «Qué distinto vivir una enfermedad terminal sabiendo que te espera el Cielo». Y es que ha acompañado, entre compromiso y compromiso por los ruedos de España, el tramo final de la vida de una mujer aquejada de cáncer —Hortensia—, a la que quiso llevar su consuelo y de la que recibió auténticas dedaladas de esperanza. Porque ella tenía claro que le quedaba muy poco tiempo para reunirse con Dios, para abrazar a la Guadalupana. Y a pesar de todo no perdía la sonrisa cuando Enrique y Paloma aparecían en su habitación de hospital. «Me prometió», continuó, «que cuando llegase al Cielo iba a rezar para que todos los toreros volviéramos sin un rasguño a la habitación del hotel».


El pasado mes de agosto, Enrique toreaba una corrida muy especial en Málaga, cuyo diseño estético (un pintor reconocido había decorado los burladeros, una orquesta sustituía a la banda, famosos flamencos iban a amenizar las faenas…) corrió de su cuenta. Le propuso a Hortensia que se preparara para disfrutarla por televisión, pues quería sentir que le acompañaba desde el hospital. Ella falleció una hora antes de que se iniciara el paseíllo. «Ahora Hortensia es una más de mis seguidoras del Cielo», concluyó. Allí, junto a la Emperatriz, le lanza flores cada vez que recorre el ruedo con sus trofeos.                           

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