El infierno existe. Lo recordaba el beato Pablo VI al enfrentarse a la
intelectualidad de los setenta del pasado siglo, responsable de la verdad
líquida en la que no hay bien ni mal, que entiende que Satanás y su odio fatal son
un cuento, el miedo con el que la Iglesia somete la voluntad débil de los
cristianos. Pero existe. El infierno. Y no sólo en ese más allá del que tenemos
la descripción terrorífica que hace el mismo Jesús, así como la de algunos
santos que tuvieron el «privilegio» de asomarse a semejante hondón como
espectadores. Existe en nuestro mundo, «tan bello y, a la vez, tan
atormentado», como resume monseñor Fernando Ocáriz, que lleva
recorriéndolo sin descanso desde hace décadas.
Las cárceles son un preciso ejemplo del infierno en la tierra, aunque sean imagen
pobre del infierno del otro lado del telón de la vida. En todo caso, pocas
situaciones se me antojan más terribles que la privación de libertad en un
lugar no elegido y del que no se puede salir, con unas compañías tampoco
elegidas y que no suelen ser, precisamente, lo mejor de cada casa.
Pero como en todas las situaciones límite, en la cárcel también hay rayos
de luz e incluso preciosas historias. De esto saben mucho los capellanes que
las atienden, testigos de cómo se rinde el corazón de un criminal para
recuperar, con hipidos de niño, la fe que atesoró en un pasado remoto. Y desde
esa fe, cómo el criminal deja de ser un criminal para convertirse en un hombre
(o en una mujer) que lleva caridad y esperanza a las celdas de la desesperación
y los patios de la violencia.
Si las prisiones son un trasunto del infierno, qué decir de algunas de
ellas, especialmente de las situadas en países donde no se respeta la dignidad
del preso —incluso al peor de los asesinos le corresponde una dignidad infinita,
aunque nos parezca que no la merece—. En muchas de esas cárceles los reos están
hacinados, maltratados, mal alimentados, sometidos a la tiranía de determinados
reclusos que cuentan con la aquiescencia del alcaide, etc. Por eso, para ellos nada
es comparable al consuelo que les trae el sacerdote que viene a ofrecerles los
sacramentos o (por qué no) su mera compañía.
En Kitui, una provincia de Kenia en la que pude pintar las imágenes de los
ábsides de un par de iglesias pobres, un sacerdote nativo me habló de su misión
en una cárcel en la que se dan todas las características que acabo de enumerar.
Allí un anciano católico, después de muchos años de condena (conocía, entre
otras cosas, las rozaduras de los grilletes, las torturas, el hambre), se
reconcilió con Dios. La absolución tras una confesión larga, en la que hubo
muchas lágrimas, le hizo renacer, aunque no le quedaba mucha vida por delante.
Apenas recobró la libertad salió en busca de su esposa, a la que llevaba
años sin ver. Sanar todo el mal que había hecho no fue para él tarea fácil,
pero se sentía un hombre nuevo porque había recibido por parte de su Padre una
última y gozosa oportunidad, a pesar de que materialmente no tenía nada de nada
(ni trabajo, ni hacienda ni dinero).
Me contó el cura keniano su sorpresa cuando, después de unos meses, vio
aparecer al antiguo convicto por la senda polvorienta que acababa en la parroquia.
Venía caminando junto a su mujer, ambos inclinados bajo el peso de unos objetos
apilados. Eran sillas de plástico, de esas que las marcas de bebidas regalan a
los bares y cantinas a cambio de la publicidad que llevan impresa en el respaldo. Aquel
matrimonio las había comprado de segunda o tercera mano, haciendo un gigantesco
esfuerzo (guardar, cada vez que había ocasión, unos céntimos de cobre
indispensables para su manutención).
«¿A qué habéis venido?», les preguntó el padre. «A
compartir nuestra felicidad», le dijo el viejo. «Cuando los
fieles se sienten en estas sillas, durante las celebraciones, entenderán que al
Cielo se puede llegar, también, cuando parece que todo está perdido».
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