10 ene 2019

Ya tenemos los pies bien asentados en 2019. Es decir, ya hemos realizado ese extraño ejercicio de «tener una buena salida y una buena entrada de año», que imagino como dar un brinco al sonar de la duodécima campanada al tiempo que deglutimos la última uva —¡qué caray!—, para caer en la misma alfombra con la conciencia de que, en efecto, hemos entrado en 2019 como quien traspasa una puerta para salir y llegar al mismo lugar, pues a las veinticuatro horas cincuenta y nueve segundos del treinta y uno de enero no cayó un rayo ni nos dio un teleleque de desdoblamiento de personalidad, como al doctor Jekyll y al señor Hyde. Es decir, a las cero horas seguimos siendo quienes somos, con los kilos ganados a base de capón trufado, mantecados y demás delicias estacionales (un buen amigo dice que en su casa sacan los dulces de la Navidad del año anterior, pues ¿a quién le gustan? A mí), quizás con un gorrito de cartón bajo una lluvia de matasuegras. 

En mi familia somos tan poco dados a las tradiciones de Nochevieja que a partir de la tercera o la cuarta campanada empiezan a volar las uvas. Y vuelan a dar, con más o menos puntería dependiendo de las copas de champán que hayan caído previas a la cena. Luego sí, besos, abrazos y deseos de felicidad, aunque seamos conscientes de que la vida es una trenza de alegrías, estabilidades, decepciones y dolores, de proyectos frustrados y proyectos acabados, de esperas, sonrisas y lágrimas… pero no de aburrimiento, salvo que uno se lo proponga, porque entre las muchas cosas buenas que trae está la aventura con la que arranca cada jornada. De este modo afronta la madre de la familia de Roma —conmovedora película de Alejandro Cuarón, todo un hallazgo que nos ayuda a reflexionar sobre el deleite de las cosas pequeñas—, el comienzo de una vida nueva tras el abandono de su marido, padre de una camada de cuatro hijos: a partir de ahora, viviremos una aventura diaria, les comunica a sus hijos. Y la primera propuesta es cambiar de dormitorios en la misma casa, para que lo ordinario se convierta en extraordinario.


Tenemos los pies bien asentados en 2019, que será un año como los demás años que pasaron, una oportunidad con sus cosas, esa prudente forma de llamar a lo que no nos gusta pero que damos por hecho y asumimos, con deportividad, seguros de que esas cosas también nos humanizan.


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