21 mar 2019

Tenemos la misma edad, así que entraba yo en la adolescencia cuando él trenzaba uno de sus últimos paseíllos como novillero en la plaza de toros de Las Ventas. Incluso vestido de luces, Ponce parecía un chiquillo. Daba la sensación de que no podría manejar los pesados capotes y muletas. Pero vaya si los manejaba. Y con qué sapiencia. De hecho, era un torerillo sabio, sabio como pocos. Todavía nadie sospechaba que, treinta años después, seguiría abriendo el portón del miedo, torero de toreros, torero para la Historia junto a un puñadito de elegidos (Joselito, Belmonte, Domingo Ortega, Manolete, Ordóñez, Bienvenida, El Cordobés, Ojeda y José Tomás).

Tomó la alternativa y se jugó las femorales en una tarde de la Semana Grande de Bilbao, en la que dio su primer campanazo, después de haber despachado seis toros seis en Valencia él solito. En la siguiente temporada, en una televisada, en Fallas, con reses de Peralta, unas manos invisibles le impusieron el birrete de maestro, que nunca se ha quitado. Madrid le acogió. Bordó el toreo en una de Samuel Flores, en la que le falló la espada. Y luego vino Lironcito, una fiera salmantina a la que sometió para entrar definitivamente en los anales de Las Ventas. 

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Cuando un torero comienza a ganar dinero, el público de Madrid (digamos, los vocingleros que dominan al público de Madrid) pasa del amor al resquemor. A Ponce se le espera con las uñas afiladas. Se le mide todo lo que hace con la precisión de una escuadra y un cartabón. Y aun así, ha salido cuatro veces por la puerta grande.

Es el primero entre los consentidos en México, ídolo en Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela, valido en Francia, respetado en Portugal y protagonista de una machada: diez temporadas con más de cien festejos a la espalda. Y eso que las cantidades no deberían ser lo suyo, dada la estética de su toreo, inconfundible incluso si se contempla de espaldas, que es la condición para llamar único a un torero.

La mayoría de sus compañeros cuelgan los trastos en la década que va entre los treinta y los cuarenta años, pero la retirada no cuenta entre los planes de Enrique, que tiene capacidad y torería para anunciarse hasta su noventa cumpleaños, y sin haberse permitido un respiro entre las temporadas europea y americana.

Con solvencia intelectual, ha cerrado aún más los estrechos lazos entre la Fiesta, el arte y la cultura. Pero como todos los toreros, se debe al pueblo, al público de sol y de sombra, a todos aquellos que se han marchado de la plaza dibujando pases al aire, sobre todo después de las más de cincuenta faenas con las que ha indultado otros tantos bureles.

Comprometido, como lo son la mayoría de los toreros, Enrique ha toreado gratuitamente por una y mil causas sin pedir nunca nada a cambio. Y se ha preocupado personalmente de quienes más sufren. Me consta.

Ahora un toro le ha dado una cornada y le ha tronzado la rodilla. Y los aficionados nos sorprendemos porque en su devenir son contados los percances. El toreo no es un juego: los toros no son de nube ni sus cuernos de papel. Así que nos conmovemos al verle caído. Y anhelamos saber, cuanto antes, que volverá a fajarse el capote de paseo.


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