No me gustan los
tópicos acerca de la Navidad porque no me los creo. No son fechas de melancolía
en las que uno debe encerrarse en el caparazón de las ausencias. Todos las tenemos
–¿quién se libra de su baraja de pérdidas?-, ausencias que se mantienen y aumentan
a lo largo del año, ausencias que nos dicen que nuestro corazón ha nacido para
vivir junto a las personas con las que hemos disfrutado lo mejor de la vida. La
Navidad no tiene por qué alzarlas como si fuesen muñecos de guiñol, salvo que
durante el resto del tiempo no nos detengamos a recordarlas, a echarlas de
menos.
La Navidad no es
tiempo para las lágrimas. De hecho, ante la numerosa falta de los míos tiendo a
pensar que existe una Navidad paralela en una dimensión mucho más intensa, en
donde no hay dolor, en donde sólo existe la dicha, en donde todas las jornadas
–por llamar de alguna manera al tiempo donde el tiempo no existe- son una
fiesta, una mesa concurrida, una cascada de regalos, de dulces, de actuaciones
para la familia, de juegos, de encuentros, de abrazos, de besos, de risas…
Tampoco la Navidad
son esos días en los que inevitablemente tenemos que vernos las caras con
aquellos familiares a los que no soportamos. Las fiestas de Navidad no se
merecen que vayamos con los dientes apretados, macerando inquina, aguardando el
instante en el que –después de unas copas de más- la lengua se atreva a escupir
las fechorías que nos hemos hecho los unos a los otros. Porque si fuera verdad
que no soportamos a aquellos a los que nos une la sangre, la historia (la
pequeña historia de cada casa, de cada apellido), la elección personal de
nuestros hermanos, primos o tíos… Porque si fuera verdad que no estamos
dispuestos a perdonar (y a olvidar) el cenicero que alguien sustrajo de la
testamentaría, la indiscreción, aquel comportamiento que estuvo de más o de
menos, el problema será nuestro, no de la Navidad. La grandeza humana no conoce
límites; la bajeza, por desgracia, tampoco.
No es la Navidad
una fiesta exclusiva para los niños, salvo que nos hayamos empeñado en
disfrazarnos de una gravedad que provoca risa o desprecio, que son los efectos
del ridículo. Los niños la disfrutan, claro, y los adultos también cuando se
atreven a rebuscar en el alma esa parcela que dejó olvidada la infancia para
que –de cuando en cuando, también en Navidad- caigamos en la cuenta de que no
somos tan importantes, ni tan imprescindibles, ni tan ocurrentes, ni tan
inteligentes, ni tan guapos… Para que nos demos cuenta de que no pasa nada por
quitarse la chaqueta y la corbata, por descalzarse y sentarse en el suelo a
armar un Lego o un puzzle de una cursilísima imagen de la Blancanieves de
Disney.
La Navidad es una
fiesta maravillosa en la que podemos aprovechar el empujón de los buenos
sentimientos para convertirlos en realidad para ser un poco mejores. Y es
momento de encuentros familiares, camino de ida y vuelta a lo largo de la vida
que nos hace comprender que fuimos engendrados en un maravilloso gesto de amor,
que en ese amor crecimos, que en esa gratuidad soportaron nuestros berrinches y
hasta cierto grado de maldad, que ese es el amor en el que muchos hemos
engendrado a nuestros hijos, dispuestos a quererlos con gratuidad, con la misma
gratuidad con la que soportamos sus berrinches y hasta sus ralladuras de
maldad, confiados en que desde la familia tomarán impulso para ser felices y
generar, a su vez, otros focos de amor.
No me gustan los
tópicos acerca de la Navidad porque no me creo al que decide entristecerse,
amargarse, enfurecerse a cuenta del capricho que marca el calendario, ni tampoco
al que decide ser amable, alegre y generoso durante esas dos semanas. Sí creo
en la Navidad que extiende su esperanza a lo largo del año, a lo largo de los
años, a lo largo de la vida.