3 abr 2014

A veces pienso que la entronización de los personajes del “corazón” ha hecho mucho daño a la elegancia. Por su culpa –y por la de aquellos que les sirven de altavoz- buena parte de nuestro mundo cree que la elegancia es una cuestión de cantidad. Es decir, de disponer de un armario bien surtido. Basta contemplarles en los reportajes en los que “nos abren los salones de su casa” y no se contentan con mostrarnos la intimidad de las habitaciones en las que reciben a sus convidados, sino que enseguida nos conducen a su dormitorio, al closet atiborrado de prendas de marca y hasta al cuarto de baño. Y lo peor es que nos regalan titulares, entradillas y ladillos (siento esta terminología periodística) en los que se ufanan de su prestigio a la hora de vestir o decorar su vivienda, que tiene un marcado sello de estilista de El Corte Inglés.

Mis padres disponían, cada uno, de un armario de doble hoja. Eso sí, utilizaban los altillos para guardar en cajas las prendas de verano durante el invierno, de invierno durante las estaciones de buen tiempo. Eran, por tanto, un par de armarios tan limitados como los metros en los que habitábamos. Y mis padres eran elegantes, no porque fueran mis padres (una vez pasado el asombro de la infancia no creo en la exaltación del árbol genealógico) sino porque reconocían las prendas de calidad, ahorraban para comprárselas (se las compraban cuando buenamente podían permitírselo) y las cuidaban.

Mi padre presumía de su forma de mimar los zapatos. ¿Cuántos pares tenía? No lo recuerdo con certeza, aunque juraría que no más de seis. Eran mocasines y algún abotinado de ante, casi todos americanos e ingleses. Recuerdo, por ejemplo, sus Clarks, que compró en algún viaje a Londres cuando la capital del último imperio aún era un destino lejano. Nos confesaba que aportó aquellos Clarks al matrimonio y le vi limpiarlos con esmero, embetunarlos, dejarlos reposar para que la piel chupara la cera, sacarles brillo, ahormarlos y posarlos perfectamente alineados en el zapatero del citado armario. Y prometo que mi padre no era un hombre maniático. Es decir, que el cuidado con el que trataba la ropa y sus accesorios no se debía sólo a una virtud magnificada sino que respondía al convencimiento de que la elegancia no es sinónimo de abundancia sino de aprecio, aprecio en primer lugar a uno mismo –merecemos tratarnos bien, también en lo externo, dada nuestra infinita dignidad-, aprecio a los demás –que merecen percibir el respeto afectuoso con el que nos presentamos- y aprecio a los dones con los que hemos nacido, pues la elegancia es un regalo que recibimos sin que nadie nos pidiera permiso.

La elegancia es, siguiendo el ejemplo de mi padre, una responsabilidad porque no se queda en el buen vestir (piezas bien elaboradas con un material digno que resiste el paso del tiempo y de las modas). La elegancia compete a nuestra totalidad. Es un saber estar y un hablar correctamente, ajeno a la zafiedad. Es lo contrario a la ostentación y a la cursilería (ese actuar como pidiendo permiso, afectado y dulzón). La elegancia se muestra con los gestos, con los ademanes, con las continuadas muestras de buena educación. La elegancia es, al fin y al cabo, un modo de entender la vida, un empeño por ser hombre o mujer de una pieza, opuesto a aquellos personajes que abren sus vestidores a las cámaras para mostrar su infinita colección de jerséis.


Reivindico la elegancia en este impasse de dificultades económicas, ya que la sonrisa durante la tormenta, la compañía a quien lo pasa mal, saber escuchar, vivir con sobriedad y superar las heridas con esperanza son también algunas de sus manifestaciones. Si, además, hemos cuidado nuestro armario, seguro que no provocamos lástima.
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