A veces pienso que la entronización de los
personajes del “corazón” ha hecho mucho daño a la elegancia. Por su culpa –y
por la de aquellos que les sirven de altavoz- buena parte de nuestro mundo cree
que la elegancia es una cuestión de cantidad. Es decir, de disponer de un
armario bien surtido. Basta contemplarles en los reportajes en los que “nos
abren los salones de su casa” y no se contentan con mostrarnos la intimidad de
las habitaciones en las que reciben a sus convidados, sino que enseguida nos
conducen a su dormitorio, al closet
atiborrado de prendas de marca y hasta al cuarto de baño. Y lo peor es que nos
regalan titulares, entradillas y ladillos (siento esta terminología
periodística) en los que se ufanan de su prestigio a la hora de vestir o
decorar su vivienda, que tiene un marcado sello de estilista de El Corte
Inglés.
Mis padres disponían, cada uno, de un armario
de doble hoja. Eso sí, utilizaban los altillos para guardar en cajas las
prendas de verano durante el invierno, de invierno durante las estaciones de
buen tiempo. Eran, por tanto, un par de armarios tan limitados como los metros
en los que habitábamos. Y mis padres eran elegantes, no porque fueran mis
padres (una vez pasado el asombro de la infancia no creo en la exaltación del
árbol genealógico) sino porque reconocían las prendas de calidad, ahorraban
para comprárselas (se las compraban cuando buenamente podían permitírselo) y
las cuidaban.
Mi padre presumía de su forma de mimar los
zapatos. ¿Cuántos pares tenía? No lo recuerdo con certeza, aunque juraría que
no más de seis. Eran mocasines y algún abotinado de ante, casi todos americanos
e ingleses. Recuerdo, por ejemplo, sus Clarks,
que compró en algún viaje a Londres cuando la capital del último imperio aún
era un destino lejano. Nos confesaba que aportó aquellos Clarks al matrimonio y
le vi limpiarlos con esmero, embetunarlos, dejarlos reposar para que la piel
chupara la cera, sacarles brillo, ahormarlos y posarlos perfectamente alineados
en el zapatero del citado armario. Y prometo que mi padre no era un hombre
maniático. Es decir, que el cuidado con el que trataba la ropa y sus accesorios
no se debía sólo a una virtud magnificada sino que respondía al convencimiento
de que la elegancia no es sinónimo de abundancia sino de aprecio, aprecio en
primer lugar a uno mismo –merecemos tratarnos bien, también en lo externo, dada
nuestra infinita dignidad-, aprecio a los demás –que merecen percibir el
respeto afectuoso con el que nos presentamos- y aprecio a los dones con los que
hemos nacido, pues la elegancia es un regalo que recibimos sin que nadie nos
pidiera permiso.
La elegancia es, siguiendo el ejemplo de mi
padre, una responsabilidad porque no se queda en el buen vestir (piezas bien
elaboradas con un material digno que resiste el paso del tiempo y de las
modas). La elegancia compete a nuestra totalidad. Es un saber estar y un hablar
correctamente, ajeno a la zafiedad. Es lo contrario a la ostentación y a la
cursilería (ese actuar como pidiendo permiso, afectado y dulzón). La elegancia
se muestra con los gestos, con los ademanes, con las continuadas muestras de
buena educación. La elegancia es, al fin y al cabo, un modo de entender la vida,
un empeño por ser hombre o mujer de una pieza, opuesto a aquellos personajes
que abren sus vestidores a las cámaras para mostrar su infinita colección de
jerséis.
Reivindico la elegancia en este impasse de dificultades económicas, ya
que la sonrisa durante la tormenta, la compañía a quien lo pasa mal, saber
escuchar, vivir con sobriedad y superar las heridas con esperanza son también
algunas de sus manifestaciones. Si, además, hemos cuidado nuestro armario,
seguro que no provocamos lástima.