2 may 1997

Los españoles tenemos cierta facilidad para reírnos de nuestros propios defectos. Berlanga consiguió, saltándose a la torera la censura, carcajearse de la España de las dádivas en <<Bienvenido Mister Marshall>>, donde rompió en mil pedazos el mito americano del tío Sam repartiendo dólares, tractores supersónicos, mulas con siete patas y cerdos de veintitrés toneladas. Los habitantes de aquel pueblito castellano se desengañaron cuando el misterioso Mr. Marshall ni siquiera detuvo su comitiva para celebrar el fantástico guirigay que había formado el alcalde con los vecinos del término, en el que no faltaban ni trajes de andaluza ni gitanos entonando romances bajo el sol de la Meseta.

Cómo cambian los tiempos, pues los hijos de aquella película sólo tuvieron en cuenta a los yanquis para protestar en contra del imperialismo norteño. América, sí -voceaban-, pero la de la Cuba del Ché y la guerrilla nicaragüense. A Mr. Marshall empezaron a crecerle los colmillos, cobrando aspecto del hombre del saco.

Pero el sueño americano nos cautiva, ¿quién puede negarlo? Nuestra vida es cada día más angloamericana: el argot del trabajo está poblado de terminología peliculera (basta revisar el mundo de los ordenadores), y nuestro vocabulario se desinfla a causa de los ricos diálogos del gran Stallone (oquey, yes, cenquiu, am sorry...). Sean sinceros, a la primera de cambio aparcamos los zapatos de piel y la ropa de gusto por los despersonalizados vaqueros y unas zapatillas de tenis que parecen calzado de astronauta, y nos dejamos arrastrar por ese túnel en el que no cuenta tanto la personalidad individual como la colectiva, el reino de las risas enlatadas de los seriales cómicos de TV.
¿Quién puso de moda ir por la ciudad conectado al radio casete (lo llaman walkman)? Si hasta los que defienden al viejo Fidel no resisten a la tentación de navegar por los atascos con los oídos encendidos en una balada de rock, y se saben mejor comprendidos por la provocadora Madona que por las recetas de un comunista. En el fondo, si los niños gobernaran España prohibirían a Cervantes en favor de la chica más insinuante de la última de dibujos de Walt Disney, y no se daría en clase de literatura otra lección que el análisis de las canciones de Prince. Imagínense, el Auditorio Nacional convertido en un macro-karaoke con números tan horteras como el dueto de Queen con la diva Caballé. En el fondo, es lo mismo que si mezclamos el chicle con el más delicado de los manjares: una lección de mal gusto.

A este paso, los novios bailarán el día de su boda el Macarena norteamericanizado en vez del consabido vals o nuestros pasodobles, y desecharán la tradicional corbata del chaqué por un lazo rosa lleno de cabriolas y almidonados. Es uno de los déficits con los que despedimos el siglo: el fin de las distancias a sajado nuestras raíces y hoy un adolescente extremeño se siente más cerca de casa cuando escucha el indescifrable cacareo de Michael Jackson, que de visita por el Monasterio de Guadalupe.

En mi ciudad, cada día abre sus puertas un nuevo restaurante-basura. Por precios no tan baratos, a juzgar después del ardor de estómago de la sobremesa, unos camareros simpatiquísimos ataviados con gorras de béisbol y dispuestos a cantar el Happy Birthday a la primera oportunidad, sirven kilos y kilos de hamburguesas, pizzas acartonadas, costillas rebosantes de grasa, pimienta y caramelo, pollo frito, patatas de congelador, nachos y otras involuciones de la gastronomía chicana: mazorcas de maíz con mantequilla, aros de cebolla rebozados en aceite y copas de helado con hasta veinte bolas de distintos sabores salpicadas con pastillas de chocolate, jugo de frambuesa, edulcorantes, antioxidantes, antiulcerantes, lubricantes... ¡Socorro!

El tío Sam es un franco tirador muy certero que se está cargando buena parte de nuestras tradiciones. Los tenderos de siempre, aquellos que exhibían en el escaparate trozos de bacalao en salazón junto a botellas de coñac mientras un gato se calentaba al sol que se reflejaba en los cristales, están traspasando sus negocios, pues poco pueden hacer frente a las grandes superficies. Ahora tenemos macro-centros de ocio; sin salir de una nave galáctica, podemos hacer la compra del supermercado, rellenar nuestro armario con todo tipo de ropa, ver una película de cine enterrados en palomitas de maíz, jugar a los bolos o disfrutar de las discotecas light, donde no se sirve alcohol a los menores pero sí botellines de agua para que ingieran sus tripis y pastillas del alucine. Así es, los yanquis han cambiado de táctica y de poco les sirven los portaaviones y los misiles inteligentes de largo alcance; nada hay más eficaz que una hamburguesa de dos pisos bien cargada de pepinillo y mostaza, unas playeras con luces de freno en las suelas y este virus más grave que el SIDA al que los sabios llaman consumo, con el que el corazón va cambiando poco a poco, hasta que se convierte en una pila digital.
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