1 mar 1999

En las ciudades de España ha aparecido, hace unos años, un personaje antes cargado de tristeza por su mudez, y hoy todavía más triste por ser nuevo mendigo. Me refiero a los mimos, a esos hombres-estatua que posan una caja en cualquier esquina, y después se suben en ella para pasarse las horas rígidos en posturas inverosímiles, desafiando calambres y ciáticas, frío y calor, a cambio de la calderilla de los transeúntes.

Como en todas las artes escénicas, un mimo es un actor que debe llevar a sus espaldas muchas horas de oficio antes de ofrecerse al público. Supongo que el training lo harán frente a un espejo, donde aprenderán a relajar los músculos, a guardar el equilibrio y aguantarse los picores y las ganas de aliviar las necesidades más fisiológicas.

Con la aparición de revisteros como "La Farola", "La calle", etcétera, las calles de nuestras ciudades se han copado de profesionales de la mendicidad, que aprovechan los semáforos, los parques, las aceras..., para ofrecer sus productos a cambio de una propina. Lo que en un principio parecía buena idea, pues cambiaba el concepto del mendigo tradicional a la puerta de una iglesia que, venciendo sus respetos humanos, ponía la palma de la mano en forma de cuenco para recoger las dádivas ajenas, se ha convertido en una proliferación de indigentes que a la simple oferta de su periódico añaden toda suerte de salmodias sobre su lamentable fortuna. Hay zonas de la ciudad en la que vivo, en las que para avanzar a buen paso es necesario regatear la corte de menesterosos como si uno fuese un campeón de esquí, pues los vendedores de periódicos del sector, los vendedores de corbatas y pañuelos de imitación, los gitanos portugueses, españoles y rumanos, aparecen a cada metro.
No pretendo caricaturizar a los mendigos, pues a veces paro a charlar con ellos y descubro que tras su vida de necesidad hay dificultades que hubiesen acabado conmigo de sufrir su misma situación, sobre todo entre aquellos que cruzaron medio mundo con la confianza de encontrar la suerte de frente en nuestro país, y la única oportunidad que se le ofrece es timar a señoras con sus imitaciones de Hermés, con un ojo puesto en su mercancía y el otro en la patrulla municipal que sube por la acera para clausurar el negocio ilegal.

En el caso de los mimos, los buenos profesionales, al ruido cantarino de unas monedas en su platillo, realizan un agilísimo movimiento que parece el de un robot, con el que aprovechan para agradecer la propina, para modificar su posición -ya dolorosa- y liberar los músculos entumecidos. En las Ramblas conocí uno, todo pintado de dorado, que representaba una estatua napoleónica adornada con lanza y todo. Divertía a los transeúntes con unos giros que parecían le iban a romper en mil pedazos. En la calle Serrano y en el parque del Retiro de Madrid, también se dejan ver buenos profesionales de la quietud, con las caras embadurnadas de blanco y las manos enfundadas en guantes de felpa con los que saludan a los ciudadanos que tienen un movimiento de generosidad.

Estos mimos deberían manifestarse frente al Ministerio de Cultura que no les ampara, ya que les están quitando protagonismo y prestigio tantos menesterosos que sin arte ni parte, se maquillan como peponas y se suben a una caja de fruta para arañar las sobras de los monederos que regresan del mercado. A estos últimos, las piernas les tiemblan, cambian de continuo de posición, estornudan, se rascan la cabeza... Junto a mi oficina vive un pobre diablo, bien conocido en el barrio por su dependencia al "caballo". Como las mujeres no se fiaban del destino de sus monedas, su gorra estaba siempre vacía, hasta que un día se pringó la cara de cera blanca, añadiéndose dos grotescos coloretes, y se subió a un cajón para permanecer erguido..., hasta que sus piernas enfermas se le acalambraban. El pobre se quedaba dormido y los niños, al salir del colegio, le rodeaban esperando que dise un traspiés en una cabezada.

Mimos, guiñoles, bandas de música andina, cantautores, violinistas, faquires, saltimbanquis y toda suerte de tramoyistas dan cuerpo a un nuevo estilo de mendicidad, y forman parte del paisaje de las ciudades del siglo XXI que prueban que, como en aquel Madrid andrajoso del Baroja de "La Busca" o del Galdós de "Misericordia", no es del todo cierto que España "va bien".
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