11 mar 1999

Viajar a Africa tiene alto riesgo: unas veces son los medios de transporte los que no ofrecen suficientes garantías -avionetas desvencijadas, carreteras parcheteadas de socavones, furgonetas de safari que nunca han pasado la correspondiente ITV...-; otras, los caminos y pistas de tierra están flanqueadas por bandidos. En la mayoría de los casos, no existen hospitales de garantía en el caso de que un turista precise atención médica de urgencia, y las grandes ciudades -sobre todo en sus corazones comerciales- están pobladas de niños abandonados que conocen todo tipo de triquiñuelas para robar las carteras los visitantes, y pueden figurarse lo difícil que es que te expendan un pasaporte nuevo en semejantes latitudes. Por último, la guerrilla que campa a sus anchas por selvas y desiertos está armada hasta los dientes con repetidores, granadas y minas que les venden nuestros gobiernos y las empresas occidentales de armamento.

La noticia de que unos mercenarios tutsis han asesinado a machete a ocho turistas, ha conmocionado al mundo, especialmente al ámbito de los viajeros que no dudan elegir los destinos exóticos cuando tienen ocasión de prepararse unas vacaciones. Al igual que la protagonista de "Gorilas en la niebla", los rebeldes han acabado con sus vidas a golpe de metal dentro de un santuario para primates, la reserva Bwindi, en Uganda. El FBI ha puesto a sus agentes al servicio del gobierno de Kampala, que ha prometido la ley del talión con los asesinos, y la prensa occidental nos ha contado quiénes eran cada uno de los turistas asesinados, el motivo de sus vacaciones, sus prometedoras carreras profesionales y lo destrozadas que están sus familias. Testimonios sobrecogedores, sin duda, sobre todo hoy que se ha puesto de moda trasladarse a los rincones más escondidos del mundo en busca del desahogo de la gran ciudad.
Las agencias de viajes especializadas en este tipo de rutas exóticas se echan las manos a la cabeza, porque en casos aislados como éste suele propagarse un pánico colectivo que se resume en cancelaciones y ausencia de nuevos clientes; crisis en una palabra.
En mi último viaje a Kenya, pude comprobar el perjuicio económico que ha sufrido el turismo, sector boyante en tan pobre economía, tras el atentado integrista contra la embajada de Estados Unidos en Nairobi. Imagínense lo que estarán pensado los responsables de este área en Uganda, país que emerge de años de dictadura infernal, donde comenzaba a verse un resquicio de luz...

Pero no me quiero detener en el análisis económico del suceso -a fin de cuentas, el que más preocupa a unos y otros-, sino en un detalle humano. Un día antes del fatídico atentado guerrillero, las televisiones de occidente sirvieron una de las imágenes más desapacibles de su historia (hoy que los telespectadores no nos inmutamos ante casi nada, saciados como estamos de violencia a la carta): los soldados del ejército de Sierra Leona habían detenido a un niño de ocho o diez años, y las cámaras habían recogido cómo lo derribaban al suelo a patadas, cómo le desnudaban y, después, cómo se lo llevaban detenido en un camión. El pequeño lloraba sin consuelo. Era una víctima infantil más de los dos mil niños que el gobierno del país del Oeste de Africa reconoce que se ha cobrado la guerra -multipliquen el número por cinco o por diez-, y supongo que su destino no será un colegio donde le permitan hacer figuritas de plastilina y patear una pelota fabricada con bolsas y cuerdas, ni siquiera un hospicio con una patrona antipática, sino las filas de ese mismo ejército. Lo armarán hasta los dientes para colocarlo en primera línea de combate. Lo mandarán cual cobaya a colocar minas en el territorio de los sublevados, aunque en el intento pueda saltar por los aires con su candidez reventada en mil pedazos.

Nadie se ha interesado por este chiquillo, ni por su historia ni la de su familia. Los gobiernos occidentales no van a enviar a sus investigadores secretos para recatarle ni para detener a tan salvajes soldados. No sé si el problema se debe a que Sierra Leona es un país caótico que, hoy por hoy, nada aporta a la economía mundial, o a que es uno de los mercados emergentes en el consumo de armas -y hay que dejar que se maten- o a una oscura cuestión de matiz.
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