31 may 2000

La ampliación del museo del Prado ha despertado un acalorado debate sobre la pretendida "genialidad" de los artistas que se recrean en las obras públicas. Moneo, reconocido en todo el mundo por la solidez y la fría personalidad de sus edificios, ha despreciado la lógica visual al plantear un atentado urbanístico que mina uno de los contados rincones de Madrid con sabor histórico, mezcla de esplendor y decadencia, bello hasta en la ruina del claustro sobre el que pretende levantar su mole de ladrillo visto.

Los ciudadanos debemos exigir la salvaguarda de un museo que no admite ampliaciones ni incorporaciones en sus alrededores. Si bien es cierto que los cuadros de tan importante pinacoteca no deben quedar ocultos en los sótanos del Prado, también lo es que serían acogidos con devoción en aquellas provincias con pobres herencias pictóricas, que así acrecentarían su patrimonio para el deleite cultural de sus vecinos.

El cubo de Moneo ofrece un debate aún más enriquecedor que el destino de los cuadros almacenados, debate sobre la oportunidad de estos proyectos públicos, ya que las nuevas generaciones de españoles nos movemos entre los desmanes arquitectónicos, escultóricos y urbanísticos de los "geniales" artistas de décadas pasadas que decidieron dar un nuevo aire al paisaje de nuestras ciudades. Así, leemos con tristeza las crónicas que aseguran que el Paseo de la Castellana de la capital del reino fue, hasta la aparición de los artistas del régimen de Franco, un concurso de palacetes cargados de romanticismo, y no la colección de oficinas pretenciosas que la han despersonalizado hasta no diferenciarla de cualquier otra gran avenida posterior a 1950. Las excavadoras que arrasaron aquellos símbolos de la burguesía capitalina, recibieron los aplausos de quienes apostaban por la modernidad y la creación contemporánea, clones de esos que hoy levantan lanzas a favor del capricho de Moneo y de una alcaldía insensible a las más básicas reglas de la estética.

España es un país plagado de "genialidades". Aquí y allá se han construido edificios disparatados y poco ocurrentes bajo la excusa de la vanguardia. ¿Quién siente hoy la más mínima atracción hacia las iglesias del postconcilio?, por ejemplo, esas naves pseudo industriales que pretendían reflejar los principios de la iglesia social, moles de hormigón con motivos bíblicos modelados en hierro bruto según una estética alienante que, más que la fe, despiertan la necesidad de buscar otros espacios, esos que dibujaron nuestros antepasados a fuerza de dorados, maderas y piedras nobles. Y lo mismo podríamos decir acerca de ministerios y sedes de Comunidades Autónomas, que por justificar los impuestos que recaudan han levantado disparates ayunos de buen gusto.
Lo del cubo de Moneo, además de no aportar elementos nuevos a la arquitectura pública, se asemeja a esas cacicadas de los ricos de los pueblos, que después de amasar fortuna regresan a su aldea para romper la amable sencillez del lugar con una vivienda desproporcionada, o a esa tendencia bolchevique a cargar las tintas en sus construcciones oficiales, que debían reflejar el poder omnipresente del Estado: cuanto más grande, cuanto más ladrillo y cemento, mejor, para que el pueblo comprenda que se ha terminado el tiempo de la sensibilidad personal, y que sobre las opiniones de los individuos existe el criterio "artístico" de un ente que piensa por todos, llamémosle ayuntamiento, consejería, ministerio o presidencia de gobierno.
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