28 jun 2000

La serenidad, Mariam, no es patrimonio de los hombres o de las mujeres, tal como gusta señalar a los categóricos y, sin embargo, no me cabe duda de que vuestra condición femenina os aquilata ante los dos misterios de la vida: su comienzo y su final. París con dolor, un dolor extremo, y a pesar de todo regaláis la vida hasta en circunstancias como la tuya, cuando el cáncer repentino y veloz aconsejaba detener el embarazo, romper la flor cerrada, para someterte a un tratamiento con todas las de la ley, quimioterapia dura para abrasar lo malo y lo bueno. Preferiste asumir el riesgo de volver a ser madre, incluso en esas condiciones, y con un juego de prestidigitador los médicos fueron capaces de contener los tumores y de ayudar a alumbrar a un niño precioso, flor desplegada y colorida.

Las mujeres templáis la muerte con una serenidad aquilatada, lo mismo a la hora de cuidar, querer y animar a un moribundo, como a la de padecer el zarpazo del propio cuerpo que se descompone. El zarpazo te llegó en la edad dulce de la vida, la treintena, cuando la belleza se asienta y uno nota el protagonismo de su destino, porque ha elegido una profesión, ha conquistado a un marido y ha engendrado su propia familia. Y aunque nuestra sociedad se fundamente en la vanidad hueca de lo efímero -una bonita figura, un rostro terso-, en tu caso no existía presunción alguna cuando te rodaban las lágrimas por la cara contemplando frente al espejo los desmanes de la medicina que arrasaban toda tu coquetería, en una de las más patéticas escenas de dolor que puedo imaginarme. La flor había nacido, pero a cambio tú te habías quedado sin pétalos ni fragancia. Ante la sociedad de las apariencias eras un semáforo andante e incómodo que recordaba la existencia de la muerte, que se cruza al principio, en el medio o al final de la vida, siempre en momento inoportuno.
Por ser la hija del primero de los Presidentes de nuestra democracia setentona, tu enfermedad es un poco la de todos los españoles de bien, pues te sentimos como a una hija atacada por esa palabra que confirma tu terrible diagnóstico: cáncer. Otras personalidades han caminado con el mismo peso, pero no con tan llamativa dignidad. Recuerdo ahora al descreído Mitterrand, enfermo como tú, que dejó como legado público el secreto de su infidelidad conyugal, la colección de sus amantes y los informes de sus tropelías de Estado. De su corazón gris ni una sola afirmación de esperanza durante los últimos meses en el Elíseo, a la par que su tumor se extendía como una marea negra. No sé si expiró solo o acompañado, aunque me temo que los cicerones que eligió para el último paso tenían más de una afrenta que echarle en cara; en fin, una tristeza. También recuerdo a Rodríguez Sahagún, tan cercano al Presidente Suárez durante los años difíciles de la transición. Fue alcalde de Madrid más como premio que como consecuencia electoral, un alcalde bonachón, sencillo, que pasó de puntillas a pesar de su versado historial de administrador público. Su enfermedad y su muerte nada tuvieron que ver con la del socialista galo, pues su mirada transformó el rictus distante de sus años al frente de los cargos públicos en un halo beatífico, casi infantil, con el que inauguraba parques y leía bandos municipales, hasta casi el momento final. Ninguno de los dos parecía tan aferrado a la vida como tú lo demuestras con tu testimonio apasionado. Escuchándote, Mariam, confirmé que el hombre ha nacido para vivir, y que el sentirnos vivos o que esta vida es un reflejo del misterio de la que habrá mañana, es la razón por la que hasta las cosas más desapercibidas merecen la pena.

Nos llega tu libro, Mariam, y relatas para todos la tortuosa senda de tu lucha: diagnósticos fatales, mentiras compasivas de los tuyos, quimioterapias, pérdida del cabello, esperanzas cuando todo parecía un mar de lodo, abandono en Dios, periodos de paz, nuevos brotes, más operaciones, decisiones drásticas de amputarte partes del cuerpo para detener la propagación de las células malignas, más esperanza, mayor abandono en Dios, el cáncer que brota también en tu madre, las flores que crecen y juegan para que en casa no sólo se hable de enfermedad y tratamientos, más esperanzas, también algún que otro altibajo moral, lágrimas -¡muchas!-, y la seguridad de que ni las amputaciones ni los nuevos tumores desmerecen un ápice tu dignidad de ser humano, como mujer de una pieza, luchadora y ejemplar.
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