15 mar 2001

Me comentaba un profesional de la radio, días atrás, que el mérito de Félix Rodríguez de la Fuente al conseguir que un país tan desinteresado por la conservación de la naturaleza como España, reservase una noche a la semana para conocer las costumbres del lirón careto, del urogallo o del oso, no estaba tanto en lo espectacular de las imágenes que rodaban sus equipos de televisión, como en la seguridad y la veracidad que transmitía la voz modulada del comunicador burgalés. En España practicamos una cultura del maltrato animal, no por perversión ni por carácter destructivo, sino porque relacionamos a los animales con el puchero y el esparcimiento, y si de camino al puchero pueden servir para regocijo social, así sea: los gansos colgados cabeza abajo entre las bocanas de los puertos del norte, de los que tiran los mozos hasta arrancarles el pescuezo; el toro que muere atravesado por toda clase de dardos y flechas que el pueblo extremeño le lanza por las calles y las plazoletas; la cabra que los quintos despeñan desde el campanario zamorano; los gallos que pierden la cabeza con los espadazos que les arrean los hombres desde sus cabalgaduras feriantes; las peleas de perros; los cochinillos que se embadurnan en grasa para que resulte más difícil meterlos en un saco; las peleas de carneros; los galgos ahorcados por los páramos de la Mancha cuando ya no sirven a su dueño para levantar liebres y ganar apuestas; las vacas bravas que se corren en las fiestas por despeñaderos sobre ríos y mares, etc.
Ante semejantes tradiciones, supongo que nuestros gobernantes se han tenido que ver obligados a disimular a la hora de rellenar los formularios de los criterios de convergencia para el euro. España forma parte del viejo continente, tan civilizado, pero no puede arrancarse de sopetón las tradiciones populares porque aún las demanda el pueblo, desde los mozos que desean llevarse como trofeo el cuello deshilachado de un ganso; a las villas que ansían el tiempo de repujar al toro con los dardos que han fabricado en casa durante el largo invierno; a los nuevos quintos que reclaman el derecho de descalabrar la cabra, al igual que sus mayores; a los jinetes dispuestos a ganarse el respeto con galopadas y la destreza en el manejo del espadón; a los adultos que doblan o pierden el sueldo al apostar por el perro aparentemente más fiero; a los niños que sonríen cuando, sucios de grasa, anudan el saco donde grita un cerdo vencido; a las ferias de montaña en las que el carnero se convierte en rey por un día; a los cazadores no dispuestos a desprestigiarse a causa de un galgo viejo o cojo; e incluso a los chavales que no encuentran en su vida emoción más intensa que la carrera delante de los afilados cuernos de una vaca vieja y resabiada.

La idea de Europa, esa Europa gris de gabinete y corbata, de Estrasburgo nublado y frío, de Bruselas monótona y triste, de cupos y subvenciones, de moneda única y decretos, de eurodiputados con grandes sueldos en retiro forzoso, de fronteras abiertas sin aranceles salvo para el moro, el negro, el sudaca y el eslavo, esa Europa de cena a las siete y madrugón de aúpa no casa con esta España de cabra desnucada y carnero desmochado. Y si gracias a Rodríguez de la Fuente les dimos un respiro al oso y al lobo, pero no consentimos con los animales domésticos, que siguen siendo corazón de nuestras verbenas, me temo que ni el Comandante Costeau resucitado sería capaz de convencernos para que toros y vacas, gansos y gallos, sean muertos desde ahora, siempre y ante notario, en matadero oficial bajo la supervisión de un comisario que estampe el sello de la UE sobre pechuga y chuletón. Sin hueso, claro.
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