28 mar 2001

El modo de andar, la compostura, la naturalidad mientras se recorre un pasillo, una calle, el ministerio o un campo de labor, define de un solo vistazo la calidad de la persona a la que observamos. Tanto la elegancia como la zafiedad se manifiestan en los andares, y entre estos extremos encontramos toda una galería de matices: nobleza, dejadez, seguridad, apocamiento, alegría, tristeza, frescura, cansancio, audacia, timidez... Sentarse a observar a la gente mientras camina es un ejercicio de psicología más intenso que cualquiera de las recetas que aparecen en esos tratados norteamericanos de autoredención new age que acaparan las librerías y grandes superficies de nuestro país. Cuando contemplo el andar ajeno concentro la mirada en los pies que avanzan: paralelos, zambos, desparejos... Más que la técnica del movimiento -cimbreo o balanceo campanudo-, son los zapatos de quien camina el principal elemento de información a la hora de emitir mis juicios sobre los paseantes.

Dime qué calzas y te diré cómo eres... Desde adolescente me detengo a observar el paso ciudadano. Con quince, dieciséis años..., lo hacía a hurtadillas cuando se trataba de alguna muchacha; del rostro candoroso bajaba hasta sus pies sin detenerme en más contemplaciones, ya que por su calzado podía intuir si era chica modosa o libertina, zagala aplicada o dejada en sus estudios y cuidados, moderna o conservadora, femenina o asexuada. Tal información no me la daba el cuidado de sus zapatos, botas o deportivas -ya que el uso de betún y cepillo, a esas edades, depende de lanzar las sábanas a la primera insidia del despertador y no salir de casa sin tiempo siquiera para desayunar-, sino el diseño de dicho calzado. Si los zapatos eran de cordones, punta redonda y tintados de burdeos o azul marino, de seguro que la muchacha estudiaba en colegio de pago con reminiscencias británicas. Si gastaba mocasines, participaría en las lecciones de un colegio de monjas concertado. En el caso de que llevara anudadas unas zapatillas de deporte bicolores, mezcla de lona y plástico, lo más seguro es que pasara de curso en curso en un instituto.
Con la madurez no he abandonado mis cuitas zapateras. Cuando por desgaste de mis suelas tengo que visitar el taller de un remendón, mientras el artesano encola el papel de mi comanda, examino el fruto de su trabajo que expone sobre las estanterías. Son zapatos usados, la mayoría desparejos, que se han moldeado al pie de sus dueños, con formas, texturas y colores que me hacen imaginar la complexión y el rostro de quienes los calzan. Algunos han pasado de moda. Otros, apuntan la fragilidad del pie femenino que los viste. Más allá, abulta la extravagancia de la mujer que no siente complejos a la hora de adornar sus pies. En la balda de arriba, la rotundidad del calzado de quien se gana la vida paseando la ciudad de cabo a rabo. En la estantería de abajo, la sinuosidad de una sandalia de alto tacón, que me hace adivinar unas piernas largas y finas. Es el taller del zapatero una galería de supuestos tipos humanos, ligados a sus zapatos como si los mismos pertenecieran a la cadena del genoma de sus dueños.

Disfruto con las personas que prestan un cuidado especial a sus zapatos, aquellas que consideran que los pies no sólo están para sostenernos, sino para marcar algunos de los rasgos más definitorios de nuestra personalidad, porque la moda no sólo se decide en las pasarelas que muestran las últimas tendencias del vestir, sino en aquellas que completan nuestra indumentaria. Por esa razón, ya puede una mujer elegir con acierto sus blusas, pantalones, vestidos y faldas, que no habrá rematado su elegancia si descuida los zapatos. ¿Se imaginan a la guapísima Gilda tirando del guante con el traje escotado y esas piernas infinitas, calzada con unos mocasines de suela plana? ¿Acaso no les entra la risa al pensar en los amantes abrazados junto al avión que va a despegar de Casablanca, él con alpargatas y ella con sandalias de playa? Tengo claro que Rita Haworth no bailaría con tal sensualidad por el casino de Buenos Aires si no pisara sobre unos delicados zapatos de tacón, al igual que Ingrid Bergman no me hubiese encandilado de la misma forma si sus pies no lucieran aquel sobrio calzado. Aquellos andares de película estuvieron envueltos en los zapatos precisos, esos que hablaban (por sus líneas y por sus curvas) del caminar rutilante de tan bella pelirroja y del melancólico pasear de aquella actriz que llegó del frío.
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