10 ene 2002

Tengo la sensación de que la vida se me pasa a golpes de quince minutos. Incluso llego a pensar que, salvo mi infancia, que parece un sueño de siglos detenido a lo lejos, el resto de mis días han cabido en quince minutos, quince nada más. Para medir el paso del tiempo, la repetición de las estaciones y del sol, nuestros antiguos inventaron los días, los meses y los años. Un año recién estrenado se presenta como una colección de incertidumbres que se extiende sobre más de trescientos días, lapso que ahora nos resulta demasiado largo: con su invierno, primavera, verano y su invierno otra vez... Pero cabalgados los meses, en diciembre, al echar la vista atrás sentimos que sólo han sido quince minutos, quince de nuevo; un cuarto de hora atrás simulábamos comer doce uvas en cómica prosopopeya de la buena suerte.

La vida pasa con la rapidez de los quince minutos, como si el tiempo nos advirtiera que siempre es tarde cuando no lo aprovechamos como debiéramos. Así, a la vuelta de la esquina de los años, de los meses o de los días nos aguarda el gong final, aquel que marcará el cuarto de hora postrero que no permite negociación y que nos abrirá las puertas a un tiempo sin tiempo en el que, ¡por fin!, de nada nos servirá el reloj.
Contemplo la infancia de mis hijos. Uno llegó a esta vida hace ocho meses, que para mí son un cuarto de hora. El mayor, hace dos años y medio, otros quince minutos igual de breves. Quisiera retener su inocencia, la de la primera gateada, la de los dientes de leche, la de las palabras de trapo..., y no puedo, pues el tiempo se empeña en pasar, colgando sus agujas en el cuarto de la esfera. Si para mis hijos (aún en su inconsciencia) su corta vida es una eternidad de experiencias y descubrimientos que parece no haber comenzado nunca, pues les resulta imposible alcanzar la consciencia de que el mundo existiera antes que ellos, para mí son esos quince minutos en los que el recién nacido ya corretea por la casa y sabe llamar al coche, coche, al azul, azul..., como si nunca hubiese dudado el nombre de las cosas.

Mis quince minutos convertirán lo que para ellos es el lento pasar de los días -crecer- en una nada, un disfrute minúsculo frente al placer que hubiera deseado: hartarme de cada etapa de sus vidas antes de que comenzara la siguiente. Pero en quince minutos irán al colegio, y en esos quince minutos lo habrán terminado. En quince minutos estudiarán en la universidad, si es que entonces continúa existiendo esa máquina de burocracia que precede al primer empleo, y en esos mismos quince minutos serán diplomados o licenciados, personas con sueños de buscarse otra vida sin la presencia de este padre que no termina nunca de consultar el reloj de su nostalgia. Pero entonces les llegará el momento en el que descubrirán que su carrera universitaria, a pesar de tanto esfuerzo como pusieron, ha durado quince minutos, y que en otros quince minutos cumplirán siete..., diez años como trabajadores a cuenta ajena, y que en ese mismo cuarto de hora serán testigos de cómo el crecer de sus hijos es un juego en el que se mezcla la sorpresa y la inmediatez.
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