19 may 2003

Mingote, con su genial plumilla, caricaturizó durante las primeras elecciones democráticas a Gundisalvo, un hombre de aspecto gris entusiasmado con las urnas, porque le ofrecían la posibilidad de dar a conocer su candidatura, cuyo único lema y programa eran 'Vote a Gundisalvo', un empacho de egolatría reflejada en aquellos carteles en los que le habían retratado con la mano en el pecho, un gesto poco natural que reflejaba el inmenso amor que sentía hacia sí mismo. La vida cotidiana de buena parte de la población española ha transcurrido ajena a la Transición, y los gundisalvos de aquel entonces ya crían malvas o se reciclan a la modernidad gracias a las vacaciones pagadas por el Imserso. Sin embargo, aún siguen en vigor las estrategias electorales de aquel monigote, pues los partidos se gastan millones de euros en empapelar pueblos y ciudades con el rostro, más o menos agraciado, de sus candidatos. Los que conocen la política por dentro aseguran que los periodos preelectorales son una pugna sin cuartel entre los militantes de rango para formar parte de una lista, salvo en el País Vasco, donde las candidaturas del PP y el PSOE son ejemplo de heroicidad cívica y democrática. La ciudad en la que vivo, lejana al trágico escenario de los municipios vascos, está decorada con la foto de quienes, después de una dura lucha interna, aspiran a la alcaldía o la comunidad. Basta conocer a estos personajes a través de la prensa y de la televisión para comprender que los planos que nos ofrecen los carteles han sido cuidadosamente seleccionados entre cientos de instantáneas. Además, el ordenador ha conseguido eliminar las arrugas delatoras en la bella candidata y ha despejado las pobladas cejas del entusiasta cabeza de lista. Los partidos que tienen presupuestos de andar por casa, porque ni la encuesta más soñadora les hace un hueco en el recuento final, componen los carteles como pueden, en la imprenta de algún amigo, y al calvo le pintan calvo, y a la rellenita la dejan como está, aunque sus carnes apenas nos permitan leer el eslogan que la rubrica. Con los miles de millones que cuestan unas elecciones, podrían realizarse muchos de los magníficos proyectos que los candidatos glosan en sus mítines. No sé si el despilfarro electoral forma parte del entramado de tópicos con los que se ha construido la democracia moderna, esa riada de euros para editar pastiches, abanicos, gorras, camisetas, mecheros, carteles, pancartas y alquilar grandes espacios donde los oponentes congregan a sus afiliados, a quienes regalan números musicales y fuegos de pirotecnia. Tal vez existan electores que decidan su voto según el número de ocasiones -cientos cada día de campaña- en los que se topan con la sonrisa amable, desenfadada, del delfín de turno. Y es que en la cartelería electoral parece que nadie ha roto un plato, que estamos convocados a elegir a un puñado de ángeles capaces de cambiar las tornas de esta complicada vida por gracia de Dios. Promesas, promesas y promesas... Muchas de ellas, ya realizadas. Otras, irrealizables. Y mientras tanto, los asesores de imagen, esos Midas de la comunicación, se ganan el sueldo con sus estrategias para conquistar el voto de un país letrado gracias al jersey rojo con el que han vestido a su cliente, o por haberle fotografiado sin chaqueta ni corbata, o por quitarle diez años de un plumazo, o por convencerle de que enriquezca sus discursos con una sarta de chistes y con una arenga a las bases, como si nos encontrásemos en abril de 1931, y en vez de decidir quién será el administrador de las obras del parque, de la carretera o del polideportivo, fuésemos responsables de la llegada de tiempos de bonanza o sacudida. ¿No estará Gundisalvo redivivo? ¿No se habrá camuflado bajo la chupa de cuero, las gafas, la barba, el fondo azul y el fondo blanco? ¿No será el responsable de esos enjundiosos eslóganes, el padre de la gaviota y del 'todos y todas'? ¿No pretenderá, a fin de cuentas, llevarse nuestro voto?
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