6 nov 2003

El futuro de un maduro Anthony Hopkins parecía labrado tras su magistral interpretación de un psicópata en El silencio de los corderos . A partir de entonces, estaba en condiciones de seleccionar los guiones y rechazar aquellas morrallas a las que, en ocasiones, se había visto obligado a entregarse por mera necesidad económica. Con un Oscar en la mano, le sobró talento para protagonizar las adaptaciones de dos grandes obras literarias: Los restos del día , del japonés britanizado Kazuo Ishiguro, y Tierras de penumbra (Una pena en observación) , del inabarcable C.S. Lewis, donde el actor británico no sólo no bajó el listón de su capacidad interpretativa, sino que logró fusionarse con el adusto mayordomo y con el melancólico profesor de universidad como si ambos hubieran sido sus antiguas reencarnaciones, recuperando para los más inteligentes espectadores el cine en su más clásica acepción.

Puede que la vanagloria de colgar su nombre junto a nuevos títulos, la necesidad de pagar un elevado ritmo de vida o la monotonía interpretativa en la que caen los actores que fabrican películas como churros, obligaran a Hopkins a bajar el tono de sus contratos, hasta el punto de sobreinterpretar al inefable doctor Lecter en dos segundas partes que han pasado muy pronto al olvido. Obeso, rozando la senectud y con el cráneo desnudo, aquel médico que trató con humanidad conmovedora al El hombre elefante , de David Linch, se empeña ahora en filmar películas destinadas a los lánguidos veranos, en las que da vida, como puede, a corretones agentes del FBI. Con peluquín y un resuello ahogado cada vez que se pone en trance de persecución, el héroe de celuloide provoca una compasiva hilaridad entre los espectadores. Qué indigno fin para el último representante de los actores de escuela clásica, digno sucesor de Alecc Ginnes, Laurence Olivier o Peter Ustinov.¿Será que al doctor Hannibal Lecter le falta olfato para encontrar películas adecuadas a su categoría? Lo dudo. Tal vez sufra la avaricia de sus representantes, que por encima de cualquier otro criterio valoran el tanto por ciento que les resta tras la firma de cada nuevo contrato. Aunque pudiera ser que la causa de su declive, del de tantas buenas actrices y actores que durante décadas nos han hecho soñar con una baraja de vidas irrepetibles, se deba a una crisis creativa que no sólo afecta al cine anglosajón. Hace unas semanas lo manifestaba en una entrevista Alfredo Landa, el versátil intérprete patrio al que debemos desde las más costrosas españoladas de los últimos sesenta, hasta interpretaciones inolvidables como las de Paco, el Bajo, en Los santos inocentes . Según Landa, <<vivimos en un momento de poca calidad; de ochenta guiones que me llegan, apenas se salvan tres.>>

El cine, en España, es muy vindicativo ante los ajustes en las subvenciones que otorga el ministerio de Cultura. Es también extremadamente sensible a problemas ajenos a su sector, sobre todo si con sus demagogias logran levantar los colores de quien reparte el dinero público. Por las manos de los productores de siempre pasan cientos de millones de euros ajenos, con los que deberían realizar películas de calidad. Sin embargo, cada vez que me asomo a la cartelera, compruebo que la valoración que los críticos otorgan a sus películas se queda, por regla general, en el muy deficiente. A ellos poco les importa. Mientras la rueda de la subvención siga girando y no se busque la raíz del problema, se continuarán financiando proyectos hueros, como la Carmen de Vicente Aranda, que ha empapelado nuestras ciudades con el anuncio de una mala película cuyo único reclamo se resume en un erotismo más sobado que el tebeo.

Propongo que los millones empleados en la promoción de bazofias tan caras como la que acabo de citar, se empleen en escuelas de guionistas, de directores e, incluso, de actores. A lo mejor, los nuevos valores del cine español, libres ya de las cacicadas de los Sogefilms de turno, son capaces incluso de reflotar la desmejorada carrera de Anthony Hopkins.
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