14 sept 2004

A veces sorprendo con la mirada perdida a la mujer que trabaja en casa. Se distrae con el colorido del atardecer, con la lluvia, el pensamiento en los suyos, lejos, muy lejos, en cualquiera de esos países del Este que ignoramos durante décadas, por más que la mordaza del asesino comunista elevara sus gritos por encima del vergonzante telón. Ahora esos países se han convertido en el paraíso de la industria, por su mano de obra barata, así como en un filón para el consumo desde que, a través de sus televisores, la población se asoma al derroche de nuestra vida regalada. Pero nos defendemos de ellos, de la lógica avalancha de buscadores de una oportunidad en este occidente próspero y egoísta.

Como en los versos de Goytisolo, “Palabras para Julia”, empapados de una melancólica esperanza, una chica peruana, ecuatoriana, paraguaya, filipina... se asoma también a la ventana de tu casa para recordar a la familia varada en la distancia, tal vez al hijo al que no verán dar los primeros pasos o pronunciar su primera palabra. Se apoyan en el tablero de la plancha y evocan los paisajes lunáticos de sus riscos y volcanes, el aroma dulzón de sus selvas, el fluir ferruginoso de sus ríos, la huella de sus muertos, enterrados al otro lado del océano. Como a ti, como a mí, les ampara el derecho universal a trasladarse por el mundo y vivir allí donde se les antoje, mas a los refugiados de la pobreza y la inseguridad les tratamos con desdén. Viven con el miedo sempiterno de que un policía requiera ese permiso de residencia que nunca acaban de concederles, a pesar de que cuentan con un empleo estable. Basta un mal encontronazo para que les hagan regresar, como a proscritos, a pesar de que aún no han completado el pago de las deudas con las que llegaron a España. Un policía curioso es un golpe de mala suerte que rompe sus sueños de ayudar a la familia varada, de pagar los estudios del niño que aún balbucea, de mejorar el paisaje de sus pueblos o adecentar el túmulo bajo el que yacen sus muertos.No es el paro, ni siquiera el terrorismo o la seguridad, el mayor reto del gobierno, sino la inmigración desde el mapa de la miseria, un fenómeno que está cambiando el devenir demográfico de Europa. Porque si nosotros, con nuestras cuitas, tenemos miedo a la vida, ellos la multiplican hasta conseguir equilibrar de nuevo la pirámide que comenzaba a deformarse. Conocemos de sobra los problemas que acarrea una inmigración desordenada: basta abrir cualquier día el periódico para leer el número de ahogados en aguas del Estrecho, o buscar en las páginas de sucesos la nacionalidad de la mayoría de los delincuentes. Es el lado oscuro de la inmigración, aunque también resulta tenebroso que quienes han encontrado un trabajo digno, aún sin permiso de residencia –como la mujer que trabaja en mi casa y en la tuya–, deban sortear a la policía como si fuesen ladrones de gallinas.

Hace unas semanas acudí a un centro oficial de inmigración, en busca de los dichosos papeles para la mujer que nos ayuda en casa. Era la tercera o la cuarta intentona, y me fui de vacío una vez más. Durante aquellas horas de infructuosas gestiones, fui testigo del desdén con el que la administración trata a quienes han venido de lejos y muestran, ante la ventanilla, la inseguridad del extraño. Hacen largas colas para que, cuando les llega el turno, les informen que deben pasar primero a buscar no se sabe qué documentos en otra ventanilla con una fila de espera eterna. A sus lógicas preguntas sólo reciben monosílabos secos, como si los funcionarios tuviesen la consigna de no interesarse por los extranjeros que viajan con una maleta de cartón repleta de inquietudes.

Conviene recordar que un puñado de inmigrantes de todos los rincones del planeta construyeron naciones tan prósperas como los Estados Unidos de América, Nueva Zelanda o Australia. Así, tal vez sean los que ahora buscan regular su situación quienes, en unas cuantas generaciones, le den un aire nuevo a la vieja Europa, poblando sus calles y oficinas con los más singulares rasgos faciales. Merece la pena legislar con visión de futuro, premiando la constancia y la honradez de quienes llevan años trabajando en un discreto silencio, y castigando sin posibilidad de regresar a quienes repican en nuestro suelo las mafias violentas que hunden aún más en el abismo a sus países de origen. No se trata de promulgar “papeles para todos”, sino de integrar a quienes demuestran su voluntad de compartir con nosotros esta diaria aventura.
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