Todas quieren ser modelos

Habría que concentrar a los miembros de la RAE como se hace con los de la selección de fútbol, lejos del barrio de los Jerónimos en el que luce su sede, en Marina D’Or, por ejemplo, en donde nuestros ilustres académicos podrían disfrutar de jacuzzi y baños de lodo entre discusión y discusión semántica. Porque urge buscar un nuevo término para el oficio más deseado por las jovencitas del mundo entero. Me refiero a ese que se conoce por “modelo”, es decir, mujer percha para vestir los ingenios imposibles de los tiranos de la industria textil, esos costureros que se disfrazan de lagarteranas como punto sobre la “i” de su estudiada extravagancia a la hora de recibir los parabienes y aplausos después de sus desfiles. Y es que la palabra “modelo” no casa con lo que aparece en mi pantalla plana cada vez que me enfrento al concurso que presenta Judit Mascó, una guapísima mujer que se dedicó a la misma ciencia de mover caderas con andurriales conquistadores de rompe y rasga allá por los noventa. El concurso de la Cuatro es todo menos un ejercicio modélico. Las chicas son guapas, sí, algunas más que otras, sí, y parece que saben caminar con cierto gracejo sobre un pasillo público, sí, pero su actitud y educación deja mucho que desear, sí, sobre todo cuando se dejan llevar por los sentimientos, sí, algo que ocurre durante las doce o catorce horas en las que permanecen despiertas. Corroídas por la necesidad de ganar la tómbola televisiva se lanzan todo tipo de arañazos, como gatas salvajes, sin olvidar los más dulces epítetos (de “zorra” para arriba, y con perdón) a pesar de que les rodean ciento una cámaras prestas a que no nos perdamos ninguna de sus bajezas. Lo siento por la Mascó, que no casa demasiado bien con este mercado de verduleras. Su dulzura, su porte y la categoría de su historial no se merecen semejante programa. Y lo siento por los académicos, a los que no les queda más remedio que encontrar un sustitutivo para la reclamada profesión.