30 nov 2007

Estos días de memoriales y elogios a Fernando Fernán-Gómez, me traen el recuerdo de sus películas en blanco y negro, esas del cine patrio de posguerra del que reniegan los que no saben ver los matices de una frase, de un gesto o de una película entera. “Botón de ancla” me hizo llorar de niño y “La venganza de don Mendo” partirme de la risa. No creo que ninguno de estos títulos desmerezcan de “Belle Epoque”. Es más, prefiero el patriotismo marinero del genial pelirrojo al Oscar de Trueba.

Estos días leí una microbiografía del grandísimo cómico que me hizo entrever las razones de su ateismo y de esa despedida con tango y copa de cava mientras el furgón se llevaba el féretro hacia la morgue, envuelto en una bandera anarquista. Unos lo despedían en el teatro con Gardel y un aplauso y otros –sus incondicionales anónimos- con una oración en cualquier rincón del mundo. Y seguro que Fernán-Gómez agradeció los aplausos y los rezos, sanado ya de ese carácter seco y distante.En todo caso, Fernando Fernán-Gómez nació en Lima de una actriz soltera. Cuando de chico le llevaron a conocer a su padre, éste se negó a que el pequeño volviera a su lado para evitar, así, las habladurías. Valiente cobarde. Puede que la ausencia de la figura paterna le diese ese porte de triste figura. Puede que la falta de referencias paternales le obligara a no creer en Dios, que también y sobre todo es Padre.

Por suerte y por desgracia, no hay decisión importante que no tenga consecuencias. Un acto de heroísmo deja un reguero imborrable, al igual que un desempeño de bondad. Pero lo mismo sucede con el mal: no reconocer a un hijo ilegítimo es un gesto de cobardía que puede llegar a tener consecuencias tan dramáticas como las que sufrió el grandísimo actor, que no podía esconder la falta de dimensión de su espíritu, siempre anhelante de un fuerte abrazo. Por eso, aunque su muerte me entristece, me alegra que Dios haya podido, al fin, recompensarle.
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