21 mar 2008

En Semana Santa podríamos dejarnos llevar por las emociones que provocan tantos gestos de devoción popular arraigados en la tradición de España: procesiones, Vía Crucis, horas santas, sermones de las siete palabras, Oficios y Monumentos eucarísticos… La muerte de Cristo no supuso el final –como debieron pensar sus once discípulos- sino el comienzo de un tiempo nuevo y apasionante –como presentía María en el fondo de su pozo de dolor-. Desde hace años relaciono este tiempo litúrgico con las palabras de un santo. Pero no de un santo cualquiera; todavía la Iglesia no se ha pronunciado por el comienzo de su proceso de beatificación. Se trata de un santo sin peana ni novenas, sin aura de alambre alrededor de la cabeza ni plaza pública, un santo sin estampas ni devotos. Y este es el tipo de santos que a mí me gustan, los que viven con intensidad el cristianismo sin que apenas nadie se dé cuenta. Santos corrientes, de hoy en día, de esos que pagan sus impuestos y salen de vacaciones.Mi santo se llamaba Pepe Serret y era catalán, esposo enamorado de su mujer y padre de once hijos. Trabajó en una industria alimenticia y el cáncer finalizó todas las posibilidades de su gloria mundana, porque murió demasiado joven como para disfrutar de una jubilación de pagas y cruceros por el Caspio. Pepe pertenecía, además, a la familia del Opus Dei, en donde encontró un sentido trascendente a esa vida de apariencia rutinaria.

Se cuenta en el libro de su memoria (“Pepe Serret, himno a la vida”, Lluis Raventós. Ediciones Palabra) una conversación que mantuvo con sus hijos. Hablaba con ellos de estas fechas, la Semana Santa. En concreto de la angustiosa oración que Jesús mantuvo en el huerto de Getsemaní. Uno de sus pequeños no entendía el papel de los ángeles en aquellas escenas oscuras y sufrientes. “¿De qué le hablaban los ángeles a Jesús para que no se desmayara a causa del dolor?”. Pepe Serret lo tenía bien claro porque Getsemnaí había sido también escena de sus momentos particulares de oración: “Los ángeles le hablaban de ti y de mí. Y fue esa conversación amable sobre nuestra fidelidad la que mantuvo en pie a nuestro Salvador, dispuesto a pagar por todos los pecados que nos separan del Cielo”. Un pensamiento, sólo uno, para meditar a lo largo de estos días.

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