11 abr 2008

Fue un héroe de dientes apretados, sempiterno gesto con el que azotaba los caballos de su cuadriga o recibía los correazos en su espalda convenientemente aceitada. Fue un héroe de otro tiempo, de mandíbulas marcadas y un mirar entre altivo y agarrotado en un cuello del que parecían saltar todos los tendones. Fue un héroe épico que tuvo en los brazos a Sofía Loren -¡caray!- e interpretó siempre el mismo papel, ya vestido con el taparrabos de los galeotes que con el uniforme espacial del que aterriza en un mundo de evolución extraña en el que gobiernan unos simios que caminan regular a dos patas. Era Charlton Heston, un nombre impronunciable en aquella España de Tony Isbert que empezó a ser requerida por un grupo de actores de primera fila: el propio Heston (al que Carmen Sevilla llamaba “Charlot” y se quedaba más ancha que larga), Debora Kerr, Ava Gardner, el ballenudo Orson Welles… Tal vez Ben-Hur fuera el único de ellos que no sucumbió a la belleza de las corridas de toros en un país que nacía de las cenizas de la Guerra entre caminos carreteros y tartanas, en el que Hollywood echó raíces sobre los tendidos de la Maestranza y el Chofre de San Sebastián. Menos Charlton, el de los dientes apretados, aquel hombre inmenso que parecía estar siempre a punto de un éxtasis bíblico.Suyo es el protagonismo de los cines parroquiales durante la Semana Santa, cuando las películas se proyectaban en bovina y podían empalmarse los trozos de celuloide para evitar esos besos de Heston en los que parecía que iba a descoyuntar a la fémina de turno.

Le iba la magnanimidad del Cinemascope, del color de la capa roja y la cota de malla. Funcionaba con todos los atrezos, así que siempre lo imaginé con un enorme baúl de disfraces de época en su casa. Y fue el testigo directo del mejor Jesús de la pantalla, incluso superior al arrebatador Caviezel de “La pasión”, porque el Cristo del príncipe Judah Ben-Hur no tenía rostro. Mejor: tenía el rostro que cada espectador quería ponerle. Todo un milagro.
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