3 oct 2008

Sevilla es una ciudad en la que perderse para nunca salir. Es el laberinto de Perseo. El minotauro ocupa un chiquero oscuro de la Maestranza y el barrio Santa Cruz, dédalo de sombras y golpes de cal, es el requiebro en el que nos escondemos de la vida para contemplar la belleza de las esquinas que presiden azulejos de la Virgen, el ángulo de una sombra de tejas o una baranda en la que florece un geranio que salpica de sangre el albero de los zócalos. Es Sevilla una ciudad que huele a Historia de pueblo y señores, a rentistas y estibadores de río. Cada esquina de Sevilla respira miseria antigua y misericordia también antigua, que pocas ciudades del planeta pueden presumir de tanta fraternidad con los desheredados; allí hasta los lebreles sarnosos encuentran el pan tierno de una caridad. Es la Sevilla de bordaduras de hilo de oro sobre terciopelos verdes y de cortinones de yuca para que el sol no muerda el ambiente fresco de un salón.Lástima que de esa Sevilla apenas quede en el recuerdo de los viejos que se sientan con guayabera y gorra calada al cobijo de un portal. Porque Sevilla, la Sevilla que atestiguan crónicas no tan viejas se ha transmutado en el feudo del estatalismo. El Estado se tragó Sevilla con hueso y todo después de la Expo del 92. Acabados aquellos fastos apenas sí dejaron las ruinas en la Cartuja para los yonquis y las ratas. No ocurrió así en otra Exposición más lejana, la del 29, que aún enseñorea sus pabellones alrededor de esa media luna mágica del parque María Luisa. Pero el estatalismo de ahora, no satisfecho con arruinar las modernidades de la Cartuja se apoderó también de los viejos pabellones. También de los palacios y de las casonas de abolengo. El Estado andaluz, eso que llaman Junta, se queda con todo para colgar enseguida la insignia verde y blanca de su inoperancia. Y Sevilla, que podría ser para España lo que Venecia es para Italia, es hoy una triste ciudad de funcionarios de no se sabe qué, una escuela de futuros ministros ociosos que forman una nueva aristocracia que busca palacetes en los que sentirse dueños de todo, también de las ruina que hunden Sevilla como se hundían esas ciudades rusas a las que cierto Estado expolió hasta la última tira de piel.
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