25 sept 2009

Los ojos no son el reflejo del alma porque conozco a un invidente, persona especialmente grata. Además, alguno de mis amigos sufre estrabismo, miopía exagerada, bizquera y otra suerte de males que no le restan un solo punto en mi valoración. El tiempo y mis errores se encargaron de enseñarme que debemos desconfiar de los juicios a primera vista.

Todo esto para excusarme a la hora de valorar a las dos joyas que ZP ha guardado con tanto recelo en Moncloa. Su indumentaria no me gusta, como tampoco los abalorios con los que pretenden adornarse. Por otro lado, es posible que a las pobrecitas sólo les dijeran que viajaban a Nueva York para conocer a una persona muy importante, sin mayores datos, para darles una sorpresa. Y allí comenzó el problema…

Entre algunos adolescentes se ha colado un gusto macabro. Basta fijarse con detenimiento en las protagonistas de la tan nombrada instantánea para comprender que su mundo está salpicado por una estética de muerte. La literatura, con el apoyo del cine, les ha introducido en un mundo de vampiros. Ya no suspiran ante los amores de Sisí emperatriz y es posible que, si pudieran, empujaran por un precipicio de las bellas montañas austriacas a frau Maria. “Crepúsculo” y otras sagas de chupasangres les han inducido a comportarse como espectros que sueñan enamorarse de un repugnante murciélago que por las noches se transforma en un apuesto galán de rostro pálido y dientes sanguinolentos.La estética determina casi todo lo fundamental del ser humano. Para crecer en armonía necesitamos un entorno equilibrado y, a ser posible, bello. Dudo que esa sublimidad pueda encontrarse entre huesos y gusanos, o en las mazmorras de un castillo. Tampoco en un amor repleto de mordiscos en la yugular ni en la música que, se adivina, deben escuchar esas dos muchachas vestidas de luto militar (pido perdón a nuestros nobles soldados), que seguro no son las “Cuatro estaciones” de Vivaldi. Es la estética que parecen haber elegido, teñida de negro (en los ropajes, en las botas que calzan, en la pintura de ojos y de uñas, en la prestancia con la que acompañan a la persona importante)

Decía que no iba a juzgarlas. Seguro que son dos muchachas encantadoras, inocentes en sus gustos (parece que inspirados en el ideal social del que presume su padre) y despistadas. Porque al volver a mirar la foto de marras llego a la conclusión de que nadie les explicó que la persona importante que iban a conocer en Nueva York era el presidente Obama y no el conde Drácula.
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