7 nov 2009

Más de una vez he contado, en esta misma columna, que el mayor privilegio de ser escritor se resume en los amigos que a uno le van llegando, sin merecerlos, gracias al interés que despierta una novela, una conferencia, un artículo humilde de quinientas palabras. El lector hace un pacto no del todo consciente con el texto al que se enfrenta, apropiándose de los desvelos de quien escribe, de las grandezas del alma de algunos de nuestros personajes, de la tesis con la que se sostiene cualquier reivindicación gracias a la comodidad de la letra impresa.

Mi carrera está jalonada de amigos más que de éxitos, y me doy por espléndidamente pagado. Aquí y allá sé que tengo abierta la casa de lectores que han descubierto en mí -¡qué vergüenza!- a alguien más que el autor de una más que modesta obra. Y entre todos ellos, quiero hablarles de Teresuca y Hervé, sin que haya mediado ningún tipo de permiso, con la seguridad de que la guitarra de colores del fantástico payaso se ruborizará porque no está acostumbrada a salir en los medios.Teresuca y Hervé son mujer y marido, escritora y dibujante, clown y augusto, fotógrafa y cantante, filósofa y poeta, animadora cultural y viajero, presentadora de televisión y recitador. Todo eso y más cabe en el corazón de este matrimonio genial que se han venido a Madrid con lo puesto (que es mucho, un amor sin condiciones) y el propósito de hacer la vida un poco más feliz a quienes conocen.

Presumir de la amistad de un payaso es un lujo que no está al alcance de cualquiera. De niño soñaba formar parte de la trouppe de un circo y así se lo hice saber a Miliki en el carromato del Gran Circo Americano, cuando se detuvo en Bilbao. El descendiente de los legendarios Pompoff y Thedy rompió mi sueño cuando me dijo que los buenos payasos primero pasaban muchos años frente a los libros, estudiando en serio. Recuerdo que me bajé de las rodillas de Emilio Aragón con el corazón roto, pues acababa de verme en un remolque, entre chimpancés disfrazados de saltimbanquis, camino de Santander. Esta anécdota me la pide Gonzalo Altozano muchas veces, para reírse de mi gravedad adulta, supongo.

Así que ahora, que no soy payaso (qué oficio más serio), me jacto de que Hervé y Teresuca me alegran con sus correos electrónicos, con sus llamadas de teléfono, con sus detalles… El último, darle una sorpresa a mi mujer cuando yo me encontraba impartiendo una conferencia. Se presentaron en casa vestidos de época, con terciopelos, golas y plumas de marabú, acompañados por un violín y por un chelo. Uno a uno, desgranaron tres de los más bellos poemas de amor, esos versos que mi torpeza me impide siquiera balbucear. Y en la voz de un payaso de corazón de oro quiso mi esposa escuchar mi voz, con lo que mi reputación se encuentra por las nubes.
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