9 abr 2010

Iba a escribir sobre lo feliz que se vive en ausencia de noticias (prensa, radio, televisión…), ya que durante la recién finalizada Semana Santa he disfrutado, como si fuera un lujo, de la lejanía voluntaria del día a día. Conclusión: nos sobra el noventa y nueve por ciento de la información que traen los medios, muy especialmente las vacuidades de nuestros políticos, tan prescindibles.

Así que me disponía a hablarles de la visita que hicimos en familia a un convento de monjas clarisas, con las que disfrutamos unas horas del Domingo de Resurrección. Son pocas y las más acumulan años y enfermedades. Sin embargo, parecen sonajeros de la risa de tanta felicidad que exhalan (ojo, tampoco ellas se preocupan por los boletines de noticias ni por los periódicos). Percibí que su felicidad es auténtica, y que tiene relación directa con la renuncia a lo que los hombres y mujeres del siglo juzgamos “irrenunciable”. Terminamos hablando del Papa, de la “pasión” que soportan los hombros de Benedicto XVI, un anciano de Dios. Propósito de las religiosas de clausura: que la Iglesia florezca con su entrega en el alegre empeño de ser santas.Pero terminaré el artículo refiriéndome a esos asuntos escabrosos que demandan tanta tinta en la prensa y tanta palabrería farisaica en los debates. Me cuentan de una niña inmigrante que residía en un barrio populoso de Madrid. Desde antes de su primera regla y hasta que reconoció a los suyos el infierno por el que estaba pasando, un amigo de la familia abusó repetidamente de ella, violándola al tiempo que le regalaba muñecas. No, no era un sacerdote, como no son sacerdotes casi el cien mil por cien mil de los criminales que vejan a los niños. Era un hombre llegado a la “Madre patria” desde el otro lado del océano, que como muchos otros inmigrantes descubrió en la vieja Europa una fascinación sin límites por la pornografía y el sexo libre. Me alegra comunicarles que se encuentra en la cárcel, aunque siento que la prensa se quede sin titulares.
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