2 abr 2010

Después del largo y duro invierno que acaba de dejarnos, deberíamos celebrar la llegada de la primavera y felicitarnos, unos a otros, como acostumbran en algunos países. De hecho, el 21 de marzo no ha sido un paso más, una fecha aleatoria, un capricho de quienes decidieron los hitos del calendario sino la confirmación de que la vida recupera el ciclo de la esperanza: los brotes se renuevan y otra vez reverdecen los paisajes aletargados por el frío, eclosionan los insectos y pueblan el aire de diminutos vuelos, dispuestos a libar la alegría multicolor de jardines y campos.

Las prisas son una de las desventajas del tiempo que nos ha tocado vivir. Los medios de comunicación nos golpean con sus portadas impactantes que, sin embargo, olvidamos al cabo de pocos días por mediación de otras noticias que nos sobrecogen a pesar de que no tienen destino de permanencia. A esta lluvia incesante de sucesos se suma la urgencia de la gran ciudad, el triunfo de la velocidad en nuestros viajes, el trabajo hecho para ayer, la fugacidad de nuestras relaciones de amistad, el desajuste entre nuestras larguísimas jornadas laborales con las necesidades de la familia. No nos debe extrañar, por tanto, que en muchas ocasiones ni siquiera nos percatemos de la mudanza de la atmósfera, del paso de los meses y hasta de las estaciones, como si fuese imposible que el año avanzara ajeno a nuestros quehaceres. Tenemos tantas cosas en las que poner la cabeza, que raras veces miramos al cielo para interpretar su alianza con el presente, es decir, su continua alteración, imprescindible para que la existencia de los seres vivos siga siendo un milagro sobre la vieja superficie de este planeta.La primavera también nos aporta una metáfora muy provechosa: los hombres formamos parte del ecosistema y, por tanto, podemos y debemos dejarnos renovar, buscar elementos animosos que nos ayuden a abandonar los inviernos en los que, en ocasiones, nos vemos atrapados, para volver a empezar cargados de ilusiones. Desde luego, la naturaleza es un comenzar y recomenzar, un repetir etapas que garantizan la supervivencia de todas las especies. Con los calores incipientes de marzo, abril y mayo, animales y plantas se multiplican, rejuveneciendo el proceso de su evolución; vuelven a ser promesa -semilla, larva, embrión- que garantiza el débil equilibrio del medioambiente, necesitado tanto del caminar suave del gusano como del vuelo mayestático de las águilas.

La condición humana también es frágil y necesita un motivo para recuperar la inocencia de sus primeros estadios, relajar el ritmo, olvidar el apremio de lo que –en síntesis- no es tan importante para volcar, ahora sí, sus mejores capacidades en lo que de verdad merece la pena: la amistad, el amor y la participación en esa misma naturaleza que, durante estas semanas, olvida el azote de los vientos polares, el dedo mortal de la nieve, la venganza de los torrentes de agua y lodo, y las heladas paralizantes.

Cuando la vida de nuestros antepasados giraba alrededor de las cosechas y los ganados, las estaciones marcaban pautas también para los hombres. Si el invierno obligaba a una vida pausada y recogida, en la que se disfrutaban de los frutos acumulados en los silos y de todo lo que regala el cerdo, la primavera era un tiempo de reactivación en el que las labores volvían al exterior para aprovechar las ventajas que ofrecía el suelo empapado, los pastos nuevos. Es una utopía creer que Occidente volverá a la cultura rural. Sin embargo, cuánto de juicioso podemos hallar para nuestras coordenadas urbanas en el reloj de aquellas témporas.
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