23 abr 2010

Los laicistas de carné andan empavonados, la pechuga bien hinchada, desplegadas las plumas tornasoladas de la rabadilla, reluciente el moco verdiazul que se ensortijan por el cuello –gulu, gulu, gulu…-, seguros del paso de sus garras frías por la tierra. Les envanece poder abrir las páginas de sus periódicos con fotografías de Benedicto XVI con el gesto adusto, entre sombras, como si fuera cabecilla de una banda de Apandadores. Han poblado sus canales de televisión de teólogos adeptos al régimen de la razón, que se rasgan las vestiduras en público al tiempo que exigen el fin del celibato. En la radio, anacrónicos supersticiosos que presumen de su ateísmo, reniegan de esta Iglesia apestada. Unos y otros multiplican la consigna: “¡Por fin hemos herido de muerte al dragón, que se revuelca en los mismos pecados que nosotros escondemos!”, satisfechos de haber coronado lo que las generaciones anteriores –dos mil años de ilustrados- no lograron rematar, comenzando por aquellos que llevaron al patíbulo al mismo Nazareno y continuando por los que lapidaron a Esteban, protomártir de todos los que –en los siglos- habrían de venir.Están seguros de vengar tantas afrentas de aquel Papa polaco que les humilló con veintiséis años de santidad televisada. Piensan que esta vez la Iglesia no levantará cabeza gracias a su calculada difusión de los crímenes de una partícula de sacerdotes y religiosos entre los cientos de miles de sacerdotes y religiosos admirables que pueblan la tierra. A este paso, nos invitarán a invadir Roma para terminar con la absurda hegemonía moral del vicario de Cristo.

El hombre insiste en tropezar con la misma piedra. Los revolucionarios franceses, también los ilustrados napoleónicos, creyeron acabar con la Iglesia mediante la imposición a los clérigos de jurar los principios revolucionarios. En aquellos tiempos, negarse al capricho del Estado equivalía a que te cortaran la cabeza. Pese a la debilidad de muchos curas, el proyecto fracasó. Fue la fuerza de la Gracia, la misma fuerza que purificará a la Iglesia de los escándalos de sus hijos infieles y de nuestra cobardía, para que la esposa de Cristo siga redimiendo a la humanidad hasta el final del final.
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