18 mar 2011

Me despierto con la ola negra del maremoto rompiendo contra las viviendas de la costa. Me imagino su fuerza ciclópea, la rabia de su espuma sucia, el miedo de los habitantes de esos pueblos…

Ha coincidido la tragedia del terremoto en Japón con mi lectura de “Réquiem por Nagasaki”, la biografía novelada de Takashi Nagai, un famoso médico del país nipón que pasó del sintoísmo al ateísmo y de la negación de Dios al bautismo y a una muerte en olor de santidad. Nagai sufrió otro desastre: la destrucción provocada por la bomba atómica, que derritió a miles de inocentes y devastó la ciudad, además de causar terribles secuelas físicas y psíquicas en millones de japoneses.

Nagai observaba el cristianismo con reticencias. Como la mayoría de sus compatriotas, entendía que aquella era una creencia de renegados, hombres que daban la espalda a sus raíces, a sus tradiciones milenarias (tan importantes en aquella tierra), a cambio de seguir la vida y enseñanza de un desconocido bajo la directriz de un extranjero que vivía al otro lado del mundo. No sospechaba por entonces que el arraigo de la fe en Asia ha estado siempre determinado por la sangre de los mártires. De hecho, Japón sufrió un capítulo muy parecido al que después experimentarían –hace apenas unos decenios- los países sometidos a terribles interpretaciones de paranoias europeas, como el comunismo.Después de que san Francisco Javier y otros jesuitas bautizaran a los primeros japoneses, los cristianos nativos sufrieron una persecución salvaje. Prohibido el nombre de Cristo, sin clero ni jerarquía, fueron los laicos quienes mantuvieron el rescoldo de la fe durante más de doscientos años, transmitiendo de padres a hijos la esperanza de que llegaría el día en el que podrían disfrutar libremente de los sacramentos. Para evitar engaños, tenían la consigna de aguardar el advenimiento de tres signos: llegarían sacerdotes célibes portando imágenes de la Virgen María y manifestando su fidelidad al Papa de Roma.

Las raíces de la fe de Nagai bebían de la sangre de los mártires, encabezados por Pablo Miki y otros veinticinco condenados a muerte que se negaron a adorar al emperador. Se les obligó a caminar desde Kioto a Nagasaki, en donde fueron crucificados y abiertos vivos en canal.

La sangre de los mártires de Japón se mezcla con el agua negra de las olas. Ojalá que para consolidar una sociedad más unida en su dolor, más esperanzada ante los retos de construir de nuevo un país acostumbrado a las hecatombes.
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