4 jun 2011

Desde niño disfruto de un abono en la plaza de toros de Las Ventas, antipática y sabia a la vez, que me ha brindado algunos de los momentos más emotivos de mi vida (cómo olvidar al viejo Manolo Vázquez, las faenas arrebatadas de Antoñete, la juventud sabia de Yiyo, el aroma de Curro, una tarde otoñal y gitana de Paula, la seriedad de Joselito, la muleta dominadora de Rincón, el magisterio de Ponce, una faena milagro de Aparicio y tantos otros instantes -un par de banderillas, un vistoso tercio de varas, la lidia de un astado de bandera...-) que se me agolpan en la memoria de cientos de festejos presididos por la verdad del toro, que lleva la muerte en los pitones, metáfora de la tragedia y la verdad de nuestra Historia.

Cada tarde, sin necesidad de twits, sms ni mensajes por Facebook, veintitrés mil personas nos congregamos alrededor del ruedo abombado de Madrid. Si nos multiplicamos por la treintena de festejos de San Isidro, rozamos la nada desdeñable cifra del millón de espectadores, un millón que para sí quisieran los perroflautas que amenazan colapsar el corazón de las ciudades de aquí a la eternidad.Pero no vengo a dictar una arenga sobre un espectáculo que se defiende por sí solo (cuando no se rebaja su autenticidad), a pesar de ser cierta una violencia que no todo el mundo comprende, sino a homenajear a un joven matador que esta temporada se va a llevar el gato al agua, José María Manzanares, hijo del maestro alicantino con el mismo nombre y apodo. Está reventando las ferias con un hacer mayestático en el que la estética, el ritmo y el desmayo explican, sin necesidad de palabras, por qué el toreo puede considerarse un arte mayor.

Manzanares no es un muerto de hambre, un maletilla de tapia de plaza de tientas, la encarnación de un Currito de la Cruz repleto de tipismos, sino un hombre de su tiempo que puede presumir de una exquisita educación recibida en un hogar forjado por una madre discreta, así como en un colegio en el que le enseñaron que el ser humano, para considerarse completo, debe cuidar su espíritu y el ejercicio de las virtudes, indispensables para llegar a Dios y servir a los demás.

Cuando se va a abrir el portón del miedo, Manzanares cierra los ojos y parece alejarse del run-rún de expectación que baja por los tendidos. Con firmeza apoya su mano derecha sobre la hombrera izquierda, convencido de que su Ángel de la Guarda ocupa ese lugar, atalaya desde la que puede vigilar sus pasos y los de los morlacos que, hasta el día de hoy, le están conduciendo a la gloria.
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